Ambos comparten el rechazo y el hartazgo frente al desencanto producido por un sistema electoral de supuesta inspiración liberal representativa, que delega la defensa de intereses en personas para gobernar y legislar que, sin embargo, no han cumplido con ese cometido. El desprestigio del sistema electoral y de partidos ha llegado a niveles intolerables para poder legitimar a una democracia que se precie de serlo. El grado de abstención, el más grande de los últimos 30 años, aunado a la opción voluntaria por anular el voto como muestra de censura al sistema partidocrático que domina la vida electoral mexicana, puede generar una desconfianza mayúscula en el sistema electoral, y en una crisis de confianza en la democracia liberal representativa, si el sistema político permanece insensible ante estas señales de máxima alerta.
Un estudio del Instituto Federal Electoral sobre abstencionismo en México, refiere que en las elecciones federales intermedias de 1985, la abstención fue de 49.3%; en 1991, de 39.7%; en 1997, del 42.3%; 2003, 58.8% ¡Para el 5 de julio se estima será de entre 65 y 70 por ciento! El abstencionismo puede ser comprendido desde tres perspectivas: técnica, política y sociológica. La abstención técnica o forzosa se refiere a obstáculos de la participación asociados a enfermedad, o a defectos del padrón de electores –el cual no está actualizado ni suficientemente depurado, por lo que algunos calculan que el padrón esta inflado en un 20%. La abstención sociológica se configura a partir del aislamiento geográfico por problemas de accesibilidad a las casillas, asociados al aislamiento social en el que algunos grupos están marginados del sistema, así como del abstencionismo derivado del desinterés político. Este abstencionismo es pasivo, contrario al tercer tipo, el abstencionismo político, para el cual abstenerse representa un vehículo para expresar implícitamente un descontento con el sistema y/o sus actores.
Hartazgo del sistema de partidos, del sistema político, del partido en el poder, falta de motivaciones por sentimientos de impotencia, falta de educación cívica, indiferencia, han contado para explicar el abstencionismo; pero la principal variable que lo determina y aún más en esta coyuntura en que la economía mexicana decrecerá un 5.8% y se perderán un millón de empleos durante 2009, es el deterioro de las condiciones de vida y la constatación que las elecciones no aportan soluciones para modificar ese deterioro en la vida cotidiana de los millones de personas que se abstienen. La tesis doctoral en Ciencias Sociales, de Óscar Jiménez Morales, muestra que hay una relación directa entre los votantes que habitan en las zonas de la ciudad más empobrecidas y excluidas y los más altos niveles de abstención. En la zona metropolitana de Guadalajara, las secciones donde el abstencionismo supera el promedio nacional, todas están en los barrios más pobres de los municipios que la conforman.
En las próximas elecciones, podríamos calcular que la suma entre el 65% de abstencionistas y los votos anulados oscilará entre un 75 y un 80% del padrón electoral, escandalosa proporción de ciudadanos/as que no estarán representados por el actual sistema de partidos. Altos niveles de abstencionismo en el pasado generaron reformas electorales, igualmente, la anulación del voto en 1970, escribiendo en la boleta la consigna “libertad a Presos Políticos” y en 1976 “Reforma Electoral Democrática” (RED), propiciaron reformas políticas limitadas aunque positivas. Ahora, a diferencia de esas reformas de arriba hacia abajo, puede nacer una reforma de abajo hacia arriba. Algunos proponemos escribir CP 2010 en la boleta este 5 de julio, para conmemorar Bicentenario independiente y Centenario revolucionario, con el inicio de una Constituyente Pacífica. Abstencionistas -sociológicos y políticos-, “anulistas”, pueden converger en esta histórica tarea.
viernes, 19 de junio de 2009
viernes, 12 de junio de 2009
DESPUÉS DEL VOTO DE CENSURA-RECHAZO
Sorprende la heterogeneidad de posiciones que emergen en torno a la anulación del voto. Pero, es importante decantar las manifestaciones recientes de connotados personajes que se han pronunciado públicamente al respecto, frente a las posiciones originales que se manifestaron por anular el voto, tanto como una forma de censura y rechazo al sistema partidocrático, como una forma de organizar el descontento antes, durante y después del proceso electoral. Hay en lo general dos posiciones que se diferencian entre si: la que se circunscribe a la coyuntura electoral y la que se propone conformar un programa de acción postelectoral. La inmensa mayoría de quienes recientemente hicieron pública su intención de anular el voto es coyunturalista: desde el “Así No”, que propone Dulce María Sauri, hasta la sospechosa inconformidad de panistas que tampoco se vieron beneficiados por la distribución de cotos de poder electoral, pasando por ex funcionarios del régimen foxista, que pueden esconder cálculos perversos para que la anulación del voto favorezca el voto duro panista, o hasta un revanchismo que fortalezca al voto duro priista.
Sin negar que la entrada de estos personajes causa confusión sobre el potencial crítico de anular el voto para censurar-rechazar la partidocracia, la clave para diferenciar oportunistas y ciudadanos auténticos, está en el qué se propone para después del 5 de julio, en el cómo organizar el descontento y transformar el hartazgo producido en un vasto movimiento social autogestionario, que sepa sostener las demandas democratizadoras que le dan origen y hacer un manejo colectivo responsable que discuta y dé sustancia a demandas sociales sobre los cambios requeridos para que entre todos enfrentemos la gestión de la crisis actual, los cuales implican tanto la reforma político-electoral, como a la reforma del Estado y por lo tanto de la Constitución General de la República. Ese complejo trasfondo tiene el voto de censura-rechazo, mediante la anulación de la boleta electoral.
Entre quienes piensan que el hartazgo contra la partidocracia no termina el 5 de julio, se identifican dos niveles de demandas: reformar la legitimidad-legalidad electoral del sistema de partidos y reformar la legitimidad-confianza en el Estado nacional. Hay un consenso virtual sobre la reforma política que terminaría con la partidocracia: empoderar el voto mediante la reelección de algunos cargos de elección popular; establecer la posible revocación del mandato a medio término de la gestión legislativa y gubernamental, además de la reglamentación del Plebiscito y el Referéndum; terminar con las diputaciones plurinominales para que los partidos no se repartan cuotas de poder, sino que ganen con votos cada diputación; volver al esquema de dos Senadores por estado, elegidos por el voto mayoritario; rediscutir el financiamiento público a los partidos; acotar el Fuero constitucional que gozan los funcionarios públicos para que el juicio político proceda en su actuación publica.
En el nivel de la legitimidad-confianza, se trata de profundizar lo que ya vienen haciendo muchas organizaciones sociales: vigilar la función pública, exigiendo transparencia y rendición de cuentas; velar por la autonomía de los organismos públicos especializados en elecciones, transparencia, información, derechos humanos, defensa del consumidor, ambiente, salud y desarrollo urbano. Reforma radical de la procuración e impartición de justicia; incremento, en suma, de la participación ciudadana en todos los ámbitos del poder público bajo formatos colegiados. Elaboración colectiva del plan nacional y de la política económica, con nuevos equilibrios entre representación y delegación del poder en regiones y órdenes de gobierno. Federalismo fiscal eficaz. Políticas de seguridad humana articuladas con la seguridad pública.
No se dejarán de plantear estas demandas después del 5 de julio, pero para entonces con la certeza de que la partidocracia nunca podrá resolverlas.
Sin negar que la entrada de estos personajes causa confusión sobre el potencial crítico de anular el voto para censurar-rechazar la partidocracia, la clave para diferenciar oportunistas y ciudadanos auténticos, está en el qué se propone para después del 5 de julio, en el cómo organizar el descontento y transformar el hartazgo producido en un vasto movimiento social autogestionario, que sepa sostener las demandas democratizadoras que le dan origen y hacer un manejo colectivo responsable que discuta y dé sustancia a demandas sociales sobre los cambios requeridos para que entre todos enfrentemos la gestión de la crisis actual, los cuales implican tanto la reforma político-electoral, como a la reforma del Estado y por lo tanto de la Constitución General de la República. Ese complejo trasfondo tiene el voto de censura-rechazo, mediante la anulación de la boleta electoral.
Entre quienes piensan que el hartazgo contra la partidocracia no termina el 5 de julio, se identifican dos niveles de demandas: reformar la legitimidad-legalidad electoral del sistema de partidos y reformar la legitimidad-confianza en el Estado nacional. Hay un consenso virtual sobre la reforma política que terminaría con la partidocracia: empoderar el voto mediante la reelección de algunos cargos de elección popular; establecer la posible revocación del mandato a medio término de la gestión legislativa y gubernamental, además de la reglamentación del Plebiscito y el Referéndum; terminar con las diputaciones plurinominales para que los partidos no se repartan cuotas de poder, sino que ganen con votos cada diputación; volver al esquema de dos Senadores por estado, elegidos por el voto mayoritario; rediscutir el financiamiento público a los partidos; acotar el Fuero constitucional que gozan los funcionarios públicos para que el juicio político proceda en su actuación publica.
En el nivel de la legitimidad-confianza, se trata de profundizar lo que ya vienen haciendo muchas organizaciones sociales: vigilar la función pública, exigiendo transparencia y rendición de cuentas; velar por la autonomía de los organismos públicos especializados en elecciones, transparencia, información, derechos humanos, defensa del consumidor, ambiente, salud y desarrollo urbano. Reforma radical de la procuración e impartición de justicia; incremento, en suma, de la participación ciudadana en todos los ámbitos del poder público bajo formatos colegiados. Elaboración colectiva del plan nacional y de la política económica, con nuevos equilibrios entre representación y delegación del poder en regiones y órdenes de gobierno. Federalismo fiscal eficaz. Políticas de seguridad humana articuladas con la seguridad pública.
No se dejarán de plantear estas demandas después del 5 de julio, pero para entonces con la certeza de que la partidocracia nunca podrá resolverlas.
viernes, 5 de junio de 2009
LA DESCONFIANZA ORGANIZADA
Los procesos electorales han procurado sobreponer la legitimidad en dos sentidos: uno, como procedimiento legal que proviene de la legalidad y otro, que se fundamenta en la confianza. La primera acepción de legitimidad es fácilmente comprensible, a través de las instituciones que aseguran la elección periódica de gobiernos representativos y democráticos cuyos resultados sean sancionados por la ley. La confianza, segunda acepción, es algo mucho más complejo. En México, hemos avanzado con las reformas electorales, aunque sin alcanzar plenamente certidumbre en la legitimidad jurídico-electoral; pero nuestras carencias son aún mayores en la obtención de confianza, pues ella supone una ampliación cualitativa de la legitimidad procedimental al añadirle una dimensión moral: ¿la democracia lo hace bien y para el bien de todos/as?; también supone continuidad temporal, en cuanto concede delegar en la democracia capacidades para manejar el futuro ¿ofrece salidas a la crisis?; la confianza representa también un “ahorro institucional”, pues solamente hacemos periódicamente verificaciones y pruebas ¿confiamos cotidianamente en la autoridad?.
Legitimidad procedimental y confianza, han estado sin embargo disociadas en la historia. Teóricamente, han crecido los procedimientos legítimos de la democracia electoral con la inclusión de formas directas, como el Plebiscito o el Referéndum, y participativas, como los consejos “ciudadanos”, en distintos ámbitos de la gestión y las políticas públicas, así como mediante la afinación de controles de los representantes por parte de los representados, como la rendición de cuentas con consecuencias jurídico-políticas contra la corrupción, o el Referéndum revocatorio, que empoderan el voto ciudadano. Las reformas electorales mexicanas no han alcanzado varias de esas cualidades esperables de una democracia electoral, como constatamos con el fracaso de la llamada “Reforma del Estado”, que el sistema de partidos limitó al ámbito meramente electoral y del régimen político.
Si ello es grave por limitar el proceso democratizador en nuestro país, más grave aún es el déficit de confianza en la democracia ofrecida por el actual sistema partidocrático. Esta coyuntural electoral, evidencia entonces una doble disociación, pues ni maduramos la legitimidad procedimental, ni alcanzamos la confiabilidad necesaria para esperar que la democracia electoral ofrezca soluciones al malestar social. Ante tal disociación, paralelamente emergen en la historia toda una sobreposición de prácticas colectivas, de cuestionamientos, de contrapoderes sociales informales e inclusive instituciones, como los organismos públicos autónomos en México, que están “destinados a compensar la erosión de la confianza mediante una organización de la desconfianza” (Pierre Rosanvallon: La contra-democracia. La política en la era de la desconfianza, de quien tomé las ideas que parafraseo en esta opinión)
Paradójicamente, la democratización depende ahora de la sensibilidad pública que logre despertar la desconfianza organizada. Rosanvallon, identifica tres fuentes que alimentan la desconfianza: uno, el manejo de los riesgos y las incertidumbres producidas por la industria, las tecnologías peligrosas, los conflictos ambientales; dos, el imposible manejo científico racional de la macroeconomía, sus efectos cotidianos y la impredictibilidad crónica del futuro; tres, la pulverización de las bases materiales para establecer confianza social, pues el recelo aumenta por falta de confianza y desconocimiento del prójimo y fuertemente de los gobernantes.
La desconfianza organizada con potencial democratizador reside, especialmente en esta coyuntura electoral, en la anulación del voto. Además del rechazo a la oferta partidocrática, esta “novena opción”, que desconfía de la capacidad (auto)reformadora de los ocho partidos contendientes, conforma un movimiento que propone una nueva legitimidad procedimental necesaria para recuperar el poder del voto ciudadano, pero simultáneamente, se propone combatir la desconfianza social mediante el impulso de formatos socialmente apropiados de democracia directa y participativa que incidan tanto en el régimen político-electoral, como en la gestión social de la economía, la ciencia y formas justas y equitativas de convivencia social.
Legitimidad procedimental y confianza, han estado sin embargo disociadas en la historia. Teóricamente, han crecido los procedimientos legítimos de la democracia electoral con la inclusión de formas directas, como el Plebiscito o el Referéndum, y participativas, como los consejos “ciudadanos”, en distintos ámbitos de la gestión y las políticas públicas, así como mediante la afinación de controles de los representantes por parte de los representados, como la rendición de cuentas con consecuencias jurídico-políticas contra la corrupción, o el Referéndum revocatorio, que empoderan el voto ciudadano. Las reformas electorales mexicanas no han alcanzado varias de esas cualidades esperables de una democracia electoral, como constatamos con el fracaso de la llamada “Reforma del Estado”, que el sistema de partidos limitó al ámbito meramente electoral y del régimen político.
Si ello es grave por limitar el proceso democratizador en nuestro país, más grave aún es el déficit de confianza en la democracia ofrecida por el actual sistema partidocrático. Esta coyuntural electoral, evidencia entonces una doble disociación, pues ni maduramos la legitimidad procedimental, ni alcanzamos la confiabilidad necesaria para esperar que la democracia electoral ofrezca soluciones al malestar social. Ante tal disociación, paralelamente emergen en la historia toda una sobreposición de prácticas colectivas, de cuestionamientos, de contrapoderes sociales informales e inclusive instituciones, como los organismos públicos autónomos en México, que están “destinados a compensar la erosión de la confianza mediante una organización de la desconfianza” (Pierre Rosanvallon: La contra-democracia. La política en la era de la desconfianza, de quien tomé las ideas que parafraseo en esta opinión)
Paradójicamente, la democratización depende ahora de la sensibilidad pública que logre despertar la desconfianza organizada. Rosanvallon, identifica tres fuentes que alimentan la desconfianza: uno, el manejo de los riesgos y las incertidumbres producidas por la industria, las tecnologías peligrosas, los conflictos ambientales; dos, el imposible manejo científico racional de la macroeconomía, sus efectos cotidianos y la impredictibilidad crónica del futuro; tres, la pulverización de las bases materiales para establecer confianza social, pues el recelo aumenta por falta de confianza y desconocimiento del prójimo y fuertemente de los gobernantes.
La desconfianza organizada con potencial democratizador reside, especialmente en esta coyuntura electoral, en la anulación del voto. Además del rechazo a la oferta partidocrática, esta “novena opción”, que desconfía de la capacidad (auto)reformadora de los ocho partidos contendientes, conforma un movimiento que propone una nueva legitimidad procedimental necesaria para recuperar el poder del voto ciudadano, pero simultáneamente, se propone combatir la desconfianza social mediante el impulso de formatos socialmente apropiados de democracia directa y participativa que incidan tanto en el régimen político-electoral, como en la gestión social de la economía, la ciencia y formas justas y equitativas de convivencia social.
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