viernes, 5 de junio de 2009

LA DESCONFIANZA ORGANIZADA

Los procesos electorales han procurado sobreponer la legitimidad en dos sentidos: uno, como procedimiento legal que proviene de la legalidad y otro, que se fundamenta en la confianza. La primera acepción de legitimidad es fácilmente comprensible, a través de las instituciones que aseguran la elección periódica de gobiernos representativos y democráticos cuyos resultados sean sancionados por la ley. La confianza, segunda acepción, es algo mucho más complejo. En México, hemos avanzado con las reformas electorales, aunque sin alcanzar plenamente certidumbre en la legitimidad jurídico-electoral; pero nuestras carencias son aún mayores en la obtención de confianza, pues ella supone una ampliación cualitativa de la legitimidad procedimental al añadirle una dimensión moral: ¿la democracia lo hace bien y para el bien de todos/as?; también supone continuidad temporal, en cuanto concede delegar en la democracia capacidades para manejar el futuro ¿ofrece salidas a la crisis?; la confianza representa también un “ahorro institucional”, pues solamente hacemos periódicamente verificaciones y pruebas ¿confiamos cotidianamente en la autoridad?.

Legitimidad procedimental y confianza, han estado sin embargo disociadas en la historia. Teóricamente, han crecido los procedimientos legítimos de la democracia electoral con la inclusión de formas directas, como el Plebiscito o el Referéndum, y participativas, como los consejos “ciudadanos”, en distintos ámbitos de la gestión y las políticas públicas, así como mediante la afinación de controles de los representantes por parte de los representados, como la rendición de cuentas con consecuencias jurídico-políticas contra la corrupción, o el Referéndum revocatorio, que empoderan el voto ciudadano. Las reformas electorales mexicanas no han alcanzado varias de esas cualidades esperables de una democracia electoral, como constatamos con el fracaso de la llamada “Reforma del Estado”, que el sistema de partidos limitó al ámbito meramente electoral y del régimen político.

Si ello es grave por limitar el proceso democratizador en nuestro país, más grave aún es el déficit de confianza en la democracia ofrecida por el actual sistema partidocrático. Esta coyuntural electoral, evidencia entonces una doble disociación, pues ni maduramos la legitimidad procedimental, ni alcanzamos la confiabilidad necesaria para esperar que la democracia electoral ofrezca soluciones al malestar social. Ante tal disociación, paralelamente emergen en la historia toda una sobreposición de prácticas colectivas, de cuestionamientos, de contrapoderes sociales informales e inclusive instituciones, como los organismos públicos autónomos en México, que están “destinados a compensar la erosión de la confianza mediante una organización de la desconfianza” (Pierre Rosanvallon: La contra-democracia. La política en la era de la desconfianza, de quien tomé las ideas que parafraseo en esta opinión)

Paradójicamente, la democratización depende ahora de la sensibilidad pública que logre despertar la desconfianza organizada. Rosanvallon, identifica tres fuentes que alimentan la desconfianza: uno, el manejo de los riesgos y las incertidumbres producidas por la industria, las tecnologías peligrosas, los conflictos ambientales; dos, el imposible manejo científico racional de la macroeconomía, sus efectos cotidianos y la impredictibilidad crónica del futuro; tres, la pulverización de las bases materiales para establecer confianza social, pues el recelo aumenta por falta de confianza y desconocimiento del prójimo y fuertemente de los gobernantes.

La desconfianza organizada con potencial democratizador reside, especialmente en esta coyuntura electoral, en la anulación del voto. Además del rechazo a la oferta partidocrática, esta “novena opción”, que desconfía de la capacidad (auto)reformadora de los ocho partidos contendientes, conforma un movimiento que propone una nueva legitimidad procedimental necesaria para recuperar el poder del voto ciudadano, pero simultáneamente, se propone combatir la desconfianza social mediante el impulso de formatos socialmente apropiados de democracia directa y participativa que incidan tanto en el régimen político-electoral, como en la gestión social de la economía, la ciencia y formas justas y equitativas de convivencia social.

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