Para bien, el Informe presidencial perdió su carácter ritualista: aplaudir el presidencialismo concentrador del poder que elevaba la impunidad a rango constitucional. Sin rendir cuentas, ese poder metaconstitucional del Presidente sembró falsas expectativas en un proyecto de nación confiado a una sola persona, por supuestas mostradas capacidades para operar pactos políticos nacionales, por supuestas legitimidades para representar a la nación hacia adentro y hacia fuera, por saber usar inteligentemente los márgenes discrecionales de poder en las instituciones gubernamentales. El Señor Presidente podía mantener la “paz social” y, al mismo tiempo, ser el factótum de la seguridad, el experto en estrategias económicas adaptadas y adaptables al entorno internacional. El infaltable “mensaje político”, era traducible inmediatamente en mensajes publicitarios que enunciaban logros favorecedores del mando unipersonal más fuerte del país, y que también anunciaban las principales medidas a seguir durante el año subsiguiente.
Para mal, el Informe presidencial deja de interpelar a la nación. No es que antes lo hubiera hecho, pues los medios electrónicos no lograron sustituir al “pueblo de México”. Inclusive, nos dimos cuenta que esos medios, en manos de una parte de los poderes que de facto gobiernan al país, solamente están interesados en difundir mensajes que organicen la información a su favor, sin importarles la manera ciudadana de procesar los mensajes presidenciales recibidos, ni menos aún están interesados en procesar y regresar los mensajes que emergen desde la ciudadanía hacia la Presidencia de la República y sus instituciones. Ciertamente, tenemos un presidencialismo más acotado que antes y mayor autonomía entre los poderes republicanos, pero el sistema político y de partidos han sido incapaces de diseñar dispositivos de comunicación social y todavía menos de concebir e institucionalizar formatos de participación social que consulten, trasmitan, comuniquen, los muy vapuleados Sentimientos de la Nación, Morelos dixit.
Para bien, la disminución del protagonismo presidencialista dio mayor visibilidad a los otros poderes y hasta registramos momentos de dignificación del Poder Legislativo, cuando este interpeló de manera aguda, documentada, los informes presidenciales. Paralelamente al debilitamiento del presidencialismo, hubo mejoras en la concepción y negociación de la agenda legislativa y hemos convivido con algo que era impensable bajo el régimen de partido de Estado, en eso que llamamos gobiernos divididos, donde el Ejecutivo federal está obligado a razonar sus iniciativas de ley con fuerzas diferentes a las de su partido político. Además, aunque la Conferencia Nacional de Gobernadores pierde fuerza, las relaciones entre el Presidente y los gobernadores estatales se reformula constantemente. Ya no hay los hombres fuertes, como delegados políticos del presidente en los estados de la Federación.
Pero, para mal, la debilidad presidencial se refugia en el fortalecimiento del Presidente como jefe de partido que ante el déficit de cultura parlamentaria y la separación creciente entre representantes y representados, privilegia la negociación discrecional de cuotas de poder sobre el presupuesto y sobre los organismos públicos autónomos que, como lo denunció el proceso electoral reciente, fortalecen a la partidocracia y la convierten en solitaria interlocutora de la política presidencial. Seguimos faltos de un diálogo directo entre el Presidente y los legisladores; si el mensaje político hacía visible el proyecto de país presidencial, continuamos silenciados sin poder expresar nuestra evaluación del desempeño gubernamental, sin que éste nos rinda cuentas. ¿Cómo decirle a Felipe Calderón que su aferramiento al modelo neoliberal orientado a la exportación fracasó? Una economía que decrecerá un 10% este año, que no fortalece empleo ni poder adquisitivo del salario, que militariza la seguridad, que criminaliza la protesta social y que confunde autonomía entre poderes con complicidad en asuntos de justicia ¿cómo interpelar esa “información”?
viernes, 28 de agosto de 2009
viernes, 21 de agosto de 2009
ACTEAL: PERCEPCIONES DISÍMBOLAS
Como sociedad, tenemos distorsionada nuestra percepción sobre la relevancia de los acontecimientos que influyen definitivamente en nuestras vidas, aunque parcialmente hay grupos que buscan dar un sentido a sus percepciones, particularmente sobre la dimensión de la crisis actual, quienes además imaginan posibles acciones para cambiar aquello que se percibe como negativo. Me llamó la atención al leer la edición electrónica de un diario nacional, que mientras una foto de la Señora Obama, bajando del avión presidencial en shorts luciendo sus largas piernas, suscitó 36 comentarios de los lectores, la noticia sobre las actividades de los indígenas inculpados en la matanza de Acteal, polémicamente liberados, tan solo suscitaron dos comentarios.
La evasión frente a los problemas nos impide tener una percepción atinada sobre la realidad que nos aqueja. No obstante, gracias a los intentos por comunicar una interpretación documentada y sensata de los acontecimientos, encontramos también otras miradas, otras percepciones, que apelan a nuestra capacidad de razonamiento. Es el caso del comunicado emitido por varios organismos defensores de los derechos humanos, el sistema de universidades jesuitas en México y diversas personalidades públicas, que llaman la atención sobre la pérdida de sentido de justicia, pues “La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) dio su aval nuevamente a la impunidad con su decisión de amparar a 26 indígenas chiapanecos y ordenar la liberación inmediata de 20 de ellos, todos los cuales habían sido sentenciados por su participación en la masacre de Acteal.”
En la medida que los señalamientos de la SCJN se ciñeron a evidentes irregularidades en el procesamiento de los inculpados por parte de la Procuraduría General de la República, se dejó de lado su presunta culpabilidad, lo que erosionó el sentido de justicia, y esa “decisión supone un grave riesgo para los derechos humanos, debido a que por negligencias cometidas por agentes del Estado mexicano durante el crimen cometido el 22 de diciembre de 1997 en Acteal, así como en su proceso de investigación, éste quedará en impunidad”. La percepción del comunicado es que la resolución de la SCJN “confirma una vez más el agotamiento de las instancias nacionales para garantizar el acceso a la justicia en nuestro país. Su decisión la convierte en factor de impunidad, pero también pone en evidencia la incapacidad y la ineficiencia de las instancias de procuración y administración de justicia, lo que permite que éstas sean usadas discrecionalmente por las diversas autoridades como espacios de control político y de negociación.”
Se escatima el sentido de justicia, que implicaría implementar investigaciones y dispositivos que van más allá de lo jurídico, como la previsión de la violencia entrañada en liberar a presuntos asesinos identificados por sobrevivientes de la masacre; se envía además un mensaje de impunidad a los asesinos, pues los protege el Estado, al aplicar tan solo parcialmente el sentido de justicia. Fue grave que la PGR fabricara pruebas y que los inculpados pasaran más de 11 años en la cárcel sin que hubiese un proceso sin bases jurídicas sustentadas; pero más grave aún es que a la SCJN no le preocupe la verdad sobre los inculpados, ni que se llegue a fondo mediante investigaciones que deslinden responsabilidades sobre el entonces Procurador General, ni sobre el entonces Presidente mexicano, Ernesto Zedillo, responsables en última instancia de las graves irregularidades documentadas por la SCJN. No es casual entonces que los indígenas del caso Acteal liberados se nieguen a regresar a Chiapas, en tanto no sean excarcelados los 58 internos restantes, presos en el penal El Amate. Sus disímbolas percepciones desembocan en pedir impunidad para todos, no que se haga justicia. A eso lleva el dictamen de la SCJN.
La evasión frente a los problemas nos impide tener una percepción atinada sobre la realidad que nos aqueja. No obstante, gracias a los intentos por comunicar una interpretación documentada y sensata de los acontecimientos, encontramos también otras miradas, otras percepciones, que apelan a nuestra capacidad de razonamiento. Es el caso del comunicado emitido por varios organismos defensores de los derechos humanos, el sistema de universidades jesuitas en México y diversas personalidades públicas, que llaman la atención sobre la pérdida de sentido de justicia, pues “La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) dio su aval nuevamente a la impunidad con su decisión de amparar a 26 indígenas chiapanecos y ordenar la liberación inmediata de 20 de ellos, todos los cuales habían sido sentenciados por su participación en la masacre de Acteal.”
En la medida que los señalamientos de la SCJN se ciñeron a evidentes irregularidades en el procesamiento de los inculpados por parte de la Procuraduría General de la República, se dejó de lado su presunta culpabilidad, lo que erosionó el sentido de justicia, y esa “decisión supone un grave riesgo para los derechos humanos, debido a que por negligencias cometidas por agentes del Estado mexicano durante el crimen cometido el 22 de diciembre de 1997 en Acteal, así como en su proceso de investigación, éste quedará en impunidad”. La percepción del comunicado es que la resolución de la SCJN “confirma una vez más el agotamiento de las instancias nacionales para garantizar el acceso a la justicia en nuestro país. Su decisión la convierte en factor de impunidad, pero también pone en evidencia la incapacidad y la ineficiencia de las instancias de procuración y administración de justicia, lo que permite que éstas sean usadas discrecionalmente por las diversas autoridades como espacios de control político y de negociación.”
Se escatima el sentido de justicia, que implicaría implementar investigaciones y dispositivos que van más allá de lo jurídico, como la previsión de la violencia entrañada en liberar a presuntos asesinos identificados por sobrevivientes de la masacre; se envía además un mensaje de impunidad a los asesinos, pues los protege el Estado, al aplicar tan solo parcialmente el sentido de justicia. Fue grave que la PGR fabricara pruebas y que los inculpados pasaran más de 11 años en la cárcel sin que hubiese un proceso sin bases jurídicas sustentadas; pero más grave aún es que a la SCJN no le preocupe la verdad sobre los inculpados, ni que se llegue a fondo mediante investigaciones que deslinden responsabilidades sobre el entonces Procurador General, ni sobre el entonces Presidente mexicano, Ernesto Zedillo, responsables en última instancia de las graves irregularidades documentadas por la SCJN. No es casual entonces que los indígenas del caso Acteal liberados se nieguen a regresar a Chiapas, en tanto no sean excarcelados los 58 internos restantes, presos en el penal El Amate. Sus disímbolas percepciones desembocan en pedir impunidad para todos, no que se haga justicia. A eso lleva el dictamen de la SCJN.
viernes, 14 de agosto de 2009
MITOS NORTEAMERICANOS
La descafeinada reunión de líderes norteamericanos, concluida el lunes pasado en Guadalajara, no aportó resultados plausibles, pero acrecentó la mitología del Ser Norteamericano. Mitos que mayoritariamente no son inocentes y están inmersos en afanosas búsquedas de legitimidad. Realcemos algunos de ellos:
Somos una comunidad. Lo que no es sostenible por los choques de nuestras historias, nuestros desencuentros y divergencias culturales, mostradas desde nuestros orígenes como naciones independientes, se ha tratado de paliar por una comunidad artificial basada en formatos contractuales inventados y manejados por los poderes dominantes de Estados Unidos, Canadá y México. Se ha impuesto la idea práctica de que nos va mejor juntos, pero sin el sustento de una comunidad imaginada, querida, cultivada. Contra ese mito, hay una visión de comunidad sociopolítica que paradójicamente ha impulsado la imposición comunitaria de los gobiernos. Con vínculos horizontales y en diálogo con los pueblos originarios, surge nuestra Norteamérica social.
La integración nos trae prosperidad. Aunque imaginarios, los mitos tienen referencias ancladas en nuestras experiencias. Así, la integración silenciosa de Norteamérica hizo surgir mercados sobre los que se sobrepusieron redes sociales, principalmente ligadas con la migración internacional, mucho antes que la integración voluntarista concebida con el TLCAN reglamentara esos flujos y diseñara un mercado norteamericano para el beneficio de las clases más poderosas de los tres países. Más de 15 años de ese Tratado muestran que la doctrina del supuesto libre comercio no trajo consigo más empleos, mejores ingresos y mayor calidad de vida para la mayoría mexicana; fracaso que acentúa la crisis mundial actual, frente a la cual empieza a tambalearse otro mito: la perfectibilidad del TLCAN, mediante revisiones parciales, o incluso mediante su renegociación, pues lo que ahora identifican organizaciones sociales, en contra de ese mito, es la reformulación de las relaciones económico-comerciales norteamericanas bajo un paradigma post-neoliberal.
Hay un esquema de seguridad norteamericano. El mito que iguala la seguridad estadounidense con la seguridad norteamericana se ha impuesto. Desde una concepción que privilegia la seguridad doméstica aislacionista y la militarización del combate al enemigo externo, sea terrorista o narcotraficante, Washington ha impuesto sus parámetros en la idea de seguridad norteamericana. Aunque había expectativas en torno del gobierno Obama, por su propuesta de campaña sobre la elaboración de nuevos principios de política exterior, basados en la combinación de un poder suave-inteligente con el clásico poder duro, lo que impera es la supremacía de lo militar para el manejo del conflicto. El smart-soft power que aportaría comprensión de las complejas raíces de todo tipo de conflictos brilla por su ausencia. En contraste, el mito securitario otorga financiamiento al Plan Mérida y los gobiernos estadounidense y canadiense insisten en la criminalización de las migraciones internacionales.
Los norteamericanos compartimos valores democráticos liberales. En abstracto, los tres países norteamericanos tenemos elecciones periódicas, pacíficas y justas para legitimar el relevo gubernamental. En la práctica, más allá de las contradicciones electorales de cada país, en todos ellos se reproducen los problemas derivados de las democracias liberales representativas en cuanto a la limitación de derechos económicos, sociales y culturales de ciudadanía, sin que se pueda identificar una aportación “norteamericana” que camine hacia mayor equidad, disminución de la concentración del ingreso, e incluso disminución eficaz de la pobreza, pues también en el Norte crecen los problemas relativos al empobrecimiento social. La Carta Democrática Interamericana no asegura la vigencia de derechos humanos básicos, de manera ostensible en México, a causa de su violación por parte de militares que están en “guerra” contra el narco, y la integración comercial no reconoce la asimetría mexicana, por lo que no hay políticas compensatorias que la contrarresten.
No se vive de mitos, pero como joden las relaciones norteamericanas.
Somos una comunidad. Lo que no es sostenible por los choques de nuestras historias, nuestros desencuentros y divergencias culturales, mostradas desde nuestros orígenes como naciones independientes, se ha tratado de paliar por una comunidad artificial basada en formatos contractuales inventados y manejados por los poderes dominantes de Estados Unidos, Canadá y México. Se ha impuesto la idea práctica de que nos va mejor juntos, pero sin el sustento de una comunidad imaginada, querida, cultivada. Contra ese mito, hay una visión de comunidad sociopolítica que paradójicamente ha impulsado la imposición comunitaria de los gobiernos. Con vínculos horizontales y en diálogo con los pueblos originarios, surge nuestra Norteamérica social.
La integración nos trae prosperidad. Aunque imaginarios, los mitos tienen referencias ancladas en nuestras experiencias. Así, la integración silenciosa de Norteamérica hizo surgir mercados sobre los que se sobrepusieron redes sociales, principalmente ligadas con la migración internacional, mucho antes que la integración voluntarista concebida con el TLCAN reglamentara esos flujos y diseñara un mercado norteamericano para el beneficio de las clases más poderosas de los tres países. Más de 15 años de ese Tratado muestran que la doctrina del supuesto libre comercio no trajo consigo más empleos, mejores ingresos y mayor calidad de vida para la mayoría mexicana; fracaso que acentúa la crisis mundial actual, frente a la cual empieza a tambalearse otro mito: la perfectibilidad del TLCAN, mediante revisiones parciales, o incluso mediante su renegociación, pues lo que ahora identifican organizaciones sociales, en contra de ese mito, es la reformulación de las relaciones económico-comerciales norteamericanas bajo un paradigma post-neoliberal.
Hay un esquema de seguridad norteamericano. El mito que iguala la seguridad estadounidense con la seguridad norteamericana se ha impuesto. Desde una concepción que privilegia la seguridad doméstica aislacionista y la militarización del combate al enemigo externo, sea terrorista o narcotraficante, Washington ha impuesto sus parámetros en la idea de seguridad norteamericana. Aunque había expectativas en torno del gobierno Obama, por su propuesta de campaña sobre la elaboración de nuevos principios de política exterior, basados en la combinación de un poder suave-inteligente con el clásico poder duro, lo que impera es la supremacía de lo militar para el manejo del conflicto. El smart-soft power que aportaría comprensión de las complejas raíces de todo tipo de conflictos brilla por su ausencia. En contraste, el mito securitario otorga financiamiento al Plan Mérida y los gobiernos estadounidense y canadiense insisten en la criminalización de las migraciones internacionales.
Los norteamericanos compartimos valores democráticos liberales. En abstracto, los tres países norteamericanos tenemos elecciones periódicas, pacíficas y justas para legitimar el relevo gubernamental. En la práctica, más allá de las contradicciones electorales de cada país, en todos ellos se reproducen los problemas derivados de las democracias liberales representativas en cuanto a la limitación de derechos económicos, sociales y culturales de ciudadanía, sin que se pueda identificar una aportación “norteamericana” que camine hacia mayor equidad, disminución de la concentración del ingreso, e incluso disminución eficaz de la pobreza, pues también en el Norte crecen los problemas relativos al empobrecimiento social. La Carta Democrática Interamericana no asegura la vigencia de derechos humanos básicos, de manera ostensible en México, a causa de su violación por parte de militares que están en “guerra” contra el narco, y la integración comercial no reconoce la asimetría mexicana, por lo que no hay políticas compensatorias que la contrarresten.
No se vive de mitos, pero como joden las relaciones norteamericanas.
viernes, 7 de agosto de 2009
CUESTIONADA SEGURIDAD NORTEAMERICANA
Aún no se conoce públicamente la agenda de la reunión que tendrán los Presidentes de Estados Unidos y México, además del Primer Ministro de Canadá, en Guadalajara los próximos 9 y 10 de agosto. Aunque esa reunión no ha sido formalizada como una más de la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (ASPAN), que se hacen periódicamente desde su fundación en 2005, hay temas tratados en esas reuniones, relacionados con la integración de esta región, así como de la agenda bilateral particularmente de las relaciones mexicano-estadounidenses, que son ineludibles. Asimismo, no podrán dejarse de lado las relaciones interamericanas que el nuevo gobierno de Barack Obama pretende construir hacia América Latina, pues la integración de América del Norte prefigura los temas privilegiados para Estados Unidos: la integración comercial como punta de lanza económica, la seguridad como asunto doméstico estadounidense, la democracia y los derechos humanos, desde la visión unilateral del vecino del Norte.
Es la primera reunión, no oficializada, de la ASPAN en la que participa el gobierno Obama, quien durante su campaña prometió (febrero de 2008) que durante su gobierno las reuniones con los mandatarios de Canadá y México serían “transparentes” y que contarían “con la participación activa y abierta de los ciudadanos, trabajadores, el sector privado y organizaciones no gubernamentales para fijar la agenda y progresar.” Promesa incumplida, pues la participación ofrecida no se concretizó en preparación alguna de esta reunión a la que hayan sido invitadas organizaciones sociales. Esta primera reunión trinacional enfrenta, además, una coyuntura particular en el plano económico, pues la peor crisis mundial desde 1929 fue afrontada sin ortodoxia neoliberal por el nuevo presidente estadounidense desde un refuerzo de la potencia pública del Estado para regular las ineficiencias del capitalismo y proteger las pérdidas de las empresas locomotoras de su economía.
Ese capitalismo regulado, aunado a las presiones neoproteccionistas de los sindicatos, propias de la plataforma del Partido Demócrata, hizo que la administración Obama propusiera la renegociación del TLCAN, con miras a elevar las exigencias de las llamadas cláusulas “verde”, por el cuidado ambiental y “azul” por las restricciones a la contratación de mujeres y niños, por debajo de la legislación laboral vigente. Los llamados Acuerdos paralelos, que introdujera el gobierno de Bill Clinton para condicionar la aprobación del TLCAN en 1994, ahora son parte de la promesa electoral de Obama para evitar que se creen empleos fuera de Estados Unidos, ante el creciente desempleo interno que genera la crisis mundial. Renegociación a la que se opone el gobierno de Felipe Calderón, porque sigue aferrado a los moldes del libre comercio basado sobre el modelo exportador y de la estabilidad macroeconómica, financiera, a toda costa.
La integración de América del Norte también significa mayor nivel de coordinación entre organizaciones sociales de los tres países involucrados. Desde esas redes se está proponiendo una renegociación del TLCAN con una agenda social, que vincule los temas del desarrollo económico con los de la seguridad. No se puede renegociar el tratado de libre comercio sin cuestionar el financiamiento del combate al narcotráfico, su militarización, la creación de la Iniciativa Mérida al estilo del Plan Colombia, cuyo gobierno recientemente acordó otorgar siete bases militares al Pentágono. No se puede dejar de lado la urgencia del pacto migratorio, ni las necesidades de seguridad alimentaria para los países golpeados por la apertura indiscriminada del sector agropecuario. La seguridad energética es otro tema ineludible, pues el modelo depredador que está agotando los recursos no renovables es insostenible. Prioritariamente, la seguridad democrática regional demanda un enérgico pronunciamiento de los tres gobernantes norteamericanos sobre el reestablecimiento del gobierno constitucional de Manuel Zelaya en Honduras.
Es la primera reunión, no oficializada, de la ASPAN en la que participa el gobierno Obama, quien durante su campaña prometió (febrero de 2008) que durante su gobierno las reuniones con los mandatarios de Canadá y México serían “transparentes” y que contarían “con la participación activa y abierta de los ciudadanos, trabajadores, el sector privado y organizaciones no gubernamentales para fijar la agenda y progresar.” Promesa incumplida, pues la participación ofrecida no se concretizó en preparación alguna de esta reunión a la que hayan sido invitadas organizaciones sociales. Esta primera reunión trinacional enfrenta, además, una coyuntura particular en el plano económico, pues la peor crisis mundial desde 1929 fue afrontada sin ortodoxia neoliberal por el nuevo presidente estadounidense desde un refuerzo de la potencia pública del Estado para regular las ineficiencias del capitalismo y proteger las pérdidas de las empresas locomotoras de su economía.
Ese capitalismo regulado, aunado a las presiones neoproteccionistas de los sindicatos, propias de la plataforma del Partido Demócrata, hizo que la administración Obama propusiera la renegociación del TLCAN, con miras a elevar las exigencias de las llamadas cláusulas “verde”, por el cuidado ambiental y “azul” por las restricciones a la contratación de mujeres y niños, por debajo de la legislación laboral vigente. Los llamados Acuerdos paralelos, que introdujera el gobierno de Bill Clinton para condicionar la aprobación del TLCAN en 1994, ahora son parte de la promesa electoral de Obama para evitar que se creen empleos fuera de Estados Unidos, ante el creciente desempleo interno que genera la crisis mundial. Renegociación a la que se opone el gobierno de Felipe Calderón, porque sigue aferrado a los moldes del libre comercio basado sobre el modelo exportador y de la estabilidad macroeconómica, financiera, a toda costa.
La integración de América del Norte también significa mayor nivel de coordinación entre organizaciones sociales de los tres países involucrados. Desde esas redes se está proponiendo una renegociación del TLCAN con una agenda social, que vincule los temas del desarrollo económico con los de la seguridad. No se puede renegociar el tratado de libre comercio sin cuestionar el financiamiento del combate al narcotráfico, su militarización, la creación de la Iniciativa Mérida al estilo del Plan Colombia, cuyo gobierno recientemente acordó otorgar siete bases militares al Pentágono. No se puede dejar de lado la urgencia del pacto migratorio, ni las necesidades de seguridad alimentaria para los países golpeados por la apertura indiscriminada del sector agropecuario. La seguridad energética es otro tema ineludible, pues el modelo depredador que está agotando los recursos no renovables es insostenible. Prioritariamente, la seguridad democrática regional demanda un enérgico pronunciamiento de los tres gobernantes norteamericanos sobre el reestablecimiento del gobierno constitucional de Manuel Zelaya en Honduras.
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