La teoría elitista de la democracia, muestra fracaso tras fracaso. Sus puntos de partida no reconocen la capacidad del sujeto para construir formas eficaces de gobierno; ya ni siquiera los poderes fácticos entregan toda su confianza a los supuestos poseedores de la razón y del saber gobernar, la tecnocracia y los políticos profesionales. Desde esa teoría, la participación ciudadana puede abrir canales caóticos ya que la soberanía popular no necesariamente lleva a resultados racionales, pues hay momentos en que el pueblo impone su voluntad desde creencias o incluso supercherías que arriesgan, si no es que condenan los valores democráticos. Sin embargo, la soberanía popular debe de ser fruto de un proceso de formación de la voluntad general, lo cual implica modos racionales plurales para autorizar el ejercicio del poder mediante cuerpos representativos que operan y provienen de racionalidades diversas. Para ello, es preciso contar con un diseño institucional que revalorice la relación entre sociedad civil y sociedad política, de manera que acerque la mayor cantidad y calidad de decisiones en torno de todo el ámbito de lo público, lo cual desafía los alcances del proceso de reforma política que lamentablemente se acota al rito electoral.
No hemos logrado siquiera una reforma político-electoral de primer piso, pues la brecha entre soberanía popular y las normas electorales que podrían sustentar la democracia representativa, desemboca necesariamente en la frustración, las promesas de gobierno incumplidas y el desencanto político. Ante la tensión entre Estado administrativo y la creciente complejidad social, se impone el formato de una democracia como gobierno de las minorías activas, a las que se intenta legitimar como las únicas capaces de imprimir una elección racional sobre actividades y funciones de las instituciones. Desde esa perspectiva, la democracia debe tender entonces a una inclusión gradual y selectiva de esos grupos activos dentro del sistema de representación. No obstante, la democracia representativa elitista es ampliamente cuestionada y son crecientes las demandas sociales por ampliarla. El apego a la legalidad implicada en el Estado de derecho, la rendición de cuentas y la exigencia de un desempeño responsable de los funcionarios electos, tendientes a erradicar la corrupción y la impunidad representan demandas que elevan la calidad de la democracia, aunque sea en su dimensión representativa. Pero más allá de este primer piso están las reformas que demanda la participación ciudadana; la llamada democracia participativa.
El Pleno del Congreso del Estado autorizó en febrero pasado la firma de un convenio entre el Poder Legislativo y el Instituto Electoral y de Participación Ciudadana, “para fortalecer la participación de la sociedad en actividades cívicas, sociales, políticas y culturales, y en especial impulsar la divulgación de la cultura electoral” se trata de promover la participación ciudadana “en temas coyunturales, mismos que se relacionan con una democracia participativa en la que los ciudadanos no sólo se limiten a elegir a las personas que los representen, sino que participen de una manera continua en la toma de decisiones, para lograr el desarrollo integral de la sociedad por medio de instrumentos como el plebiscito, referéndum y la iniciativa popular.” Avanzar en una reforma de segundo piso, puede ampliar la calidad de nuestra vida democrática sin duda e, incluso, se podrían profundizar o retomar las reformas de primer piso que no han sido cumplidas. La consulta convocada antes de este acuerdo sobre democracia participativa, por el Diputado local Carlos Briseño, a la par de diversos intentos pasados y actuales por implementar el presupuesto participativo, aunque sea desde arriba, como fue el caso de Guadalajara antes y ahora el de Tlajomulco, abonan en la dirección de la necesaria reforma política de segundo piso.
viernes, 18 de marzo de 2011
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