El riesgo no es sinónimo de catástrofe, pues aquel anticipa el
desastre, la destrucción que traen consigo diversos eventos cuyo origen en la
naturaleza es cada vez más social que una simple concatenación de variables
físicas o químicas. El riesgo es una percepción anticipada frente a distintas
catástrofes y un conocimiento que gira en torno de la previsión que mide
posibles futuras ocurrencias e impactos. Prever o adelantarse a lo que pueden
implicar amenazas que ocurrirán en el futuro, es uno de los grandes logros del
conocimiento humano. Aquí se conjuntan ciencia, tecnología, economía y ecología
política. Pero no de una manera neutra, pues la apropiación de esos
conocimientos se da diferenciadamente entre clases o grupos sociales, entre
empresas, países e incluso entre las Fuerzas Armadas, por su papel clave en el
manejo de los riesgos y asistencia frente a las catástrofes.
“La semántica del riesgo se refiere a la tematización presente de
las amenazas futuras que a menudo son un producto del éxito de la
civilización”, dice Ulrich Beck, sociólogo alemán cuyas obras sobre la sociedad
y el mundo en riesgo son claves para encontrar el sentido social, que se da a
la percepción cultural del riesgo en nuestra sociedad contemporánea. Confrontar
lo desconocido, las incertidumbres, los obstáculos frente a un futuro que no
gobernamos es angustiante, pero es también una oportunidad para sentirnos todos
interpelados por el riesgo sobre todo ahora que este toma proporciones
globales. Razonar el riesgo no evita sentirnos vulnerables y vulnerados: ¿Qué
tan lejos estamos, sin embargo de temores religiosos o de visiones
apocalípticas del triunfo del mal sobre el bien frente a las fuerzas superiores
ingobernables de la naturaleza? Entre la movilización social para enfrentar las
catástrofes y la administración política del riesgo está la explicación.
Cada vez más impredecibles, los fenómenos naturales están
asociados con los riesgos globales, como el cambio climático, que hacen
inmanejables los cálculos de los riesgos que enfrentamos. Ante el incremento de
los riesgos de catástrofes de origen “natural” (huracanes más destructivos),
como ante los riesgos de origen industrial (explosiones, como la del 22 de
abril), o como ante los riesgos de origen criminal (no solo del terrorismo,
sino de la violencia incierta del crimen organizado), aumenta dramáticamente
nuestra vulnerabilidad. Sentimos impotencia para modificar las amenazas
globales, pero omitimos impunemente las previsiones posibles frente a riesgos
que se pueden calcular. Algo aprendemos. Señales de alerta temprana de los
sismos o de los tsunamis, sistemas de supervisión sobre actividades riesgosas o
elaboración de atlas de riesgos que ubican en espacio y tiempo aquellas eventualidades
potencialmente catastróficas.
Sin embargo, las políticas para prevenir riesgos fallan
sistemáticamente. Como gobierno, no actuamos sobre las raíces que determinan
nuestra vulnerabilidad. El sismo de 1985 en el DF destruyó aquellas viviendas o
edificios cuyas estructuras no fueron calculadas debidamente, o donde se usaron
materiales constructivos de baja calidad. La actual tragedia causada por Ingrid
y Manuel, dejó al descubierto irregularidades “humanas” que debieron preverse:
colonias edificadas sobre áreas inundables, puentes carreteros sin refuerzos
estructurales suficientes para resistir corrientes de agua; la autopista del
Sol, del DF a Acapulco, concesionada a tres consorcios de la construcción bajo
el gobierno de Carlos Salinas, presenta tramos de muy baja calidad en la
construcción carretera y con debilidad estructural en los túneles. Viviendas
construidas en los cauces de ríos que no debieron autorizarse. Negocios
fraudulentos usufructuados por funcionarios públicos corrompidos cuyos corruptores
tampoco pagarán el impacto de esos desastres. No obstante tantas adversidades,
la solidaridad social crece e incluso las exigencias sobre funcionarios
públicos llevan a la innovación gubernamental.
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