En solidaridad con Carmen
Aristegui y su equipo de periodistas
Frente al
eslogan gubernamental “Mover a México”, existen otros impulsos que mueven a la
sociedad. Las direcciones son contrarias. Al gobierno federal, así como a los
gobiernos locales, sin importar al partido al que pertenezcan, les interesa
mostrar un dinamismo que haga ver al país caminando hacia objetivos como el
progreso, la prosperidad, narrativas difusas, hechos postergados, inciertos.
Mientras, las expresiones sociales de descontento aumentan, se radicalizan, pero
sobre evidencias en las que se identifican hechos tangibles o preocupaciones
sobre el futuro fundadas en tendencias previsibles. Sujetas a los imperativos
de una gobernabilidad pragmática, las autoridades constituidas subyugan los
valores democráticos en que se inspiraron sus campañas para ser electas, sin
importarles cerrar las brechas que encontraron entre representantes y
representados, las cuales se amplían conforme se implantan sus políticas
públicas.
En contraste,
la sociedad es movilizada frente a diversas amenazas sentidas en carne propia por
grupos diferenciados, en función de injusticias que sufren, por desapariciones,
violencia, impunidad; del grado de exclusión al que son sometidos por la
mercantilización de la vida: el desempleo, las carencias y los bajos salarios,
la pobreza endémica o estructural; el descontento frente al sentido elitista
que toman los programas de gobierno y sus reformas legislativas en distintos
niveles: energético, laboral, educativo, fiscal… las once reformas de Peña
Nieto. La defensa de los derechos humanos en ámbitos que se expanden más allá
de la economía, como los derechos culturales y sociales, por el reconocimiento
de las diferencias que, paradójicamente, se unen en la interculturalidad y la
aceptación del otro. Mover a la sociedad es una consecuencia del autoritarismo.
A diferencia de Mover a México, la movilización social es cada vez más
resultado de formas de autogestión que (con)mueven, no de una mano externa que
la manipula.
Vivimos
momentos cruciales manifiestos en la creación de espacios públicos
antiautoritarios: aumentan y se extienden por todo el país formas de
impedimento de cara a decisiones políticas excluyentes. Actores sociales dejan la
apatía y, a pesar de condenas y amenazas de poderosos conquistan la calle, las
redes sociales, todos aquellos espacios que no son colonizados por un mercado
empecinado en autodefinirse como espacio único de la libertad. La hegemonía
mercantil también se enfrenta a resistencias de lo más diversas: frente a la
coyuntura mundial que apuesta por extraer materias primas sin procesar, sin
importar el daño ambiental, se exacerba la acumulación por despojo de
territorios que poseen agua, energéticos, recursos minerales; a lo cual se
contraponen las resistencias de los afectados por esa explotación. O, frente a
las migraciones internacionales –forzadas- crecen resistencias y defensas
mediante estrategias sociales transnacionalizadas.
Impedimentos y
resistencias antiautoritarias apuntan hacia la creación de imaginarios
juiciosos y críticos, portadores de ideales participativos fundadores de otra
democracia, distinta de la elitista y minimalista, clientelar y corporativa que
conocemos, la cual se presenta como única, sin alternativas posibles. Sin
embargo, por ahora esos imaginarios están dispersos; aquí residen fortalezas y
debilidades de la sociedad movilizada. Ello marca un abismo entre esos
movimientos juiciosos y críticos, los (pocos) partidos y gobiernos sensibles a
sus demandas. Cierto, los partidos perdieron la calle, se alejan de los
movimientos sociales. No obstante, en las manifestaciones de repudio de la
reforma energética este 18 de marzo, convergieron desde pequeños poblados con
luchas comunes por el agua, hasta las concentraciones “nacionales”, que apelan
a fundar también otro Estado, el de los comunes. Igualmente, la sociedad se
mueve concertadamente en apoyo a Carmen Aristegui y su equipo de periodistas, porque
el derecho a la información es un bien común, no solo mercancía.