Nos conviene fortalecer la transparencia pues es mucho más que un bien público. Ella es condición para ganar eficiencia económica y también para obtener legitimidad pública en la actuación y desempeño gubernamental, pues contribuye para una mejor toma de decisiones colectivas y robustece la rendición responsable de cuentas. Nacida desde el campo de los negocios, la demanda por transparentar las operaciones financieras del sector público transitó, posteriormente, hacia la esfera de intereses ciudadanos. Si en un primer momento la lucha contra la corrupción gubernamental atrajo la atención pública, la idea sobre la transparencia trascendió más allá de licitaciones o concursos por obras públicas, hacia el derecho a la información y consecuentemente a la decisión razonada en temas trascendentales, tanto como en los asuntos cotidianos de ciudadanos y gobiernos. Así, la transparencia adquirió mayor autenticidad.
Transparentar la actuación del gobierno, primero sirvió como antídoto contra la corrupción; aunque no se evidenció que para corromper se requieren corruptores, pues el sector privado no asume su parte en ese fenómeno y es manifiesta su opacidad en lo que toca a su responsabilidad social. Tendría que emerger mayor conciencia ciudadana para que la transparencia se enmarcara en la exigencia de derechos. Y, mientras esos derechos sean más visibles será mas exigible su cumplimiento. No podemos imaginar que haya justicia o promoción y respeto de derechos humanos, particularmente el derecho a la información, sin que la transparencia haga su aporte decisivo; ello tiene consecuencias educativas, pues hay un ejercicio colectivo de razonamiento fundado en información que se comparte y se hace accesible a las/los demás. Pero, también la transparencia ayuda a la mejor comprensión del proceso público seguido, cuando nos afecta en el ámbito privado personal.
Podemos controlar mejor a los médicos que nos curan, los jueces que nos juzgan, los policías o funcionarios públicos que vulneran nuestros derechos humanos, tanto como podemos saber cuánto gana cualquier funcionario, si y sólo si hay buenas instituciones encargadas de hacer eficaz y legítima la demanda por transparencia. Ello contribuye a una mejor calidad democrática, un bien que hoy vemos mermado en nuestro país. Paradójicamente, la transparencia está opacada por algunos organismos que se suponían sus garantes, pero sobre todo por legisladores e integrantes del poder Ejecutivo que se sienten amenazados si transparentan su actuación. El caso del Instituto de Transparencia e Información pública de Jalisco (ITEI) es aleccionador. Su papel polémico, y particularmente el de su Presidente, despierta posiciones encontradas entre quienes se han visto afectados por sus recomendaciones y demandas, y entre organismos ciudadanos interesados en la contribución democrática de la transparencia.
La demanda ciudadana por transparentar la transparencia en la ratificación o nueva designación del Presidente del ITEI, está encaminada a la Comisión Legislativa de Participación Ciudadana del Congreso local, pues la legislación en la materia establece que con tres meses de anticipación a que finalice el periodo del actual Presidente debe de considerar su ratificación o en caso contrario debe de convocar públicamente a candidatos a ocupar ese puesto. Aunque esa Comisión Legislativa decidió ayer jueves no ratificarlo, tiene la obligación moral de argumentar su decisión, pues la gestión de Augusto Valencia tiene un balance contrastado del que se puede aprender. Se confirmaron así temores sobre el sesgo que tomó esa discusión, pues los diputados locales se sienten amenazados por un ITEI independiente que les exija información que les obligue a rendir cuentas. Temores reiterados, ahora que el Congreso local convoque a candidatos a Presidente del ITEI, porque los legisladores no cumplan cabalmente con los requisitos de la legislación, pues la división por cuotas de poder entre la partidocracia domina la constitución de organismos públicos, supuestamente autónomos.
viernes, 27 de marzo de 2009
viernes, 20 de marzo de 2009
ESTADO DEMOCRÁTICO-PARTICIPATIVO
Una de las causas profundas del desencanto que invade al proceso electoral, es que el voto no sirve para transformar al Estado. El ritual de las votaciones sólo permite cambiar a funcionarios del gobierno, pero no ayuda a modificar las relaciones sociales que propician una mejor convivencia, ni a que solucionemos de manera colectiva los conflictos que nos agobian; no es cierto que las elecciones actuales generen vivir mejor. Está pendiente un Estado del buen vivir. Así lo hacen ver la complejidad y amplitud de problemas que vivimos en nuestras experiencias locales, que van de la inseguridad a la falta de empleo, o al diseño de ciudades que privilegian al transporte privado, o la falta de créditos para empresas o para vivienda. Problemas que se afrontan en espacios públicos que cuestionan, finalmente, la gestión estatal.
Infortunadamente, nuestro voto se aleja progresivamente de los aspectos cotidianos que nos conciernen, tanto como de las decisiones trascendentales, de Estado, pues no contamos con instituciones o instrumentos legales para deliberar informadamente y así llegar a pactos o acuerdos consensuados. Teóricamente, la democracia participativa es la condición sine qua non para transformar al Estado, como redistribuidor de riqueza, como garante de derechos integradores de ciudadanía social, como lugar público para construir justicia social, desde una ética pública que comparte un proyecto ambiental, intercultural e interétnico sustentable.
En la práctica, constatamos una amplia gama de experiencias que forjan cotidianamente una cultura democrática participativa. Particularmente, la acción colectiva de los movimientos sociales que comparten estos principios es decisiva para ir prefigurando un Estado democrático-participativo. Si observamos el devenir latinoamericano reciente, comprobamos que emergen nuevos-viejos actores sociales que se resisten al autoritarismo estatal dominante y que van prefigurando alternativas, las cuales se traducen en poderes multiformes, locales, regionales, nacionales, supranacionales, inclusive poder global, que inciden en la nueva esfera pública estatal. Trátese del cuerpo, de la familia, del gobierno en todos sus órdenes, de demandas vecinales por mejor transporte público, o de (re)negociar nuestra inserción al mercado mundial mediante la transformación de las instituciones internacionales, los movimientos crean, al margen de las elecciones, al nuevo Estado.
Estamos ante una exigencia descentralizadora del poder ciudadano y ante una re-politización del Estado que cuestiona la potencia pública en todos sus ámbitos sociales y no sólo en la representación- delegación de la función pública. Esta tendencia democratizadora es contrarrestada, sin embargo, por el regreso de enfoques “estado-céntricos” atraídos por la crisis global. Al Estado fuerte, simbolizado en el “socialismo de Wall Street”, corresponde la capacidad de manipulación de recursos públicos por los poderes fácticos; un Estado de las elites y para las elites reforzado, frente al cual nuestro voto es totalmente insignificante.
Desde una lógica diferente y contrapuesta, el Estado se constituye como el novísimo movimiento social del siglo XXI, como lo propone el sociólogo portugués Boaventura de Sousa. No se trata sólo de los movimientos por nuevas constituciones nacionales, sino de generar novedosos contratos sociales contra el declive del poder estatal regulador. Acercar sociedad y Estado, supone una organización aún más amplia que el actual Estado-nación; un conjunto híbrido de flujos, organizaciones y redes en las que se combinan y sobreponen elementos estatales y no estatales, nacionales y globales, cuyo conjunto abigarrado articula el Estado democrático participativo. El problema, al que estas elecciones no ofrecen respuesta, es cómo dar lugar en el Estado a los procesos creativos, socialmente innovadores, que despliegan diversos movimientos sociales desde su construcción cotidiana de prácticas democráticas. El empoderamiento local y ciudadano no significa erosión y fragmentación de la soberanía nacional o de la capacidad normativa del Estado, pues la compleja red democrática participativa implica su auto-regulación consensuada.
Infortunadamente, nuestro voto se aleja progresivamente de los aspectos cotidianos que nos conciernen, tanto como de las decisiones trascendentales, de Estado, pues no contamos con instituciones o instrumentos legales para deliberar informadamente y así llegar a pactos o acuerdos consensuados. Teóricamente, la democracia participativa es la condición sine qua non para transformar al Estado, como redistribuidor de riqueza, como garante de derechos integradores de ciudadanía social, como lugar público para construir justicia social, desde una ética pública que comparte un proyecto ambiental, intercultural e interétnico sustentable.
En la práctica, constatamos una amplia gama de experiencias que forjan cotidianamente una cultura democrática participativa. Particularmente, la acción colectiva de los movimientos sociales que comparten estos principios es decisiva para ir prefigurando un Estado democrático-participativo. Si observamos el devenir latinoamericano reciente, comprobamos que emergen nuevos-viejos actores sociales que se resisten al autoritarismo estatal dominante y que van prefigurando alternativas, las cuales se traducen en poderes multiformes, locales, regionales, nacionales, supranacionales, inclusive poder global, que inciden en la nueva esfera pública estatal. Trátese del cuerpo, de la familia, del gobierno en todos sus órdenes, de demandas vecinales por mejor transporte público, o de (re)negociar nuestra inserción al mercado mundial mediante la transformación de las instituciones internacionales, los movimientos crean, al margen de las elecciones, al nuevo Estado.
Estamos ante una exigencia descentralizadora del poder ciudadano y ante una re-politización del Estado que cuestiona la potencia pública en todos sus ámbitos sociales y no sólo en la representación- delegación de la función pública. Esta tendencia democratizadora es contrarrestada, sin embargo, por el regreso de enfoques “estado-céntricos” atraídos por la crisis global. Al Estado fuerte, simbolizado en el “socialismo de Wall Street”, corresponde la capacidad de manipulación de recursos públicos por los poderes fácticos; un Estado de las elites y para las elites reforzado, frente al cual nuestro voto es totalmente insignificante.
Desde una lógica diferente y contrapuesta, el Estado se constituye como el novísimo movimiento social del siglo XXI, como lo propone el sociólogo portugués Boaventura de Sousa. No se trata sólo de los movimientos por nuevas constituciones nacionales, sino de generar novedosos contratos sociales contra el declive del poder estatal regulador. Acercar sociedad y Estado, supone una organización aún más amplia que el actual Estado-nación; un conjunto híbrido de flujos, organizaciones y redes en las que se combinan y sobreponen elementos estatales y no estatales, nacionales y globales, cuyo conjunto abigarrado articula el Estado democrático participativo. El problema, al que estas elecciones no ofrecen respuesta, es cómo dar lugar en el Estado a los procesos creativos, socialmente innovadores, que despliegan diversos movimientos sociales desde su construcción cotidiana de prácticas democráticas. El empoderamiento local y ciudadano no significa erosión y fragmentación de la soberanía nacional o de la capacidad normativa del Estado, pues la compleja red democrática participativa implica su auto-regulación consensuada.
viernes, 13 de marzo de 2009
CRECE OPCIÓN ABSTENCIONISTA
Reconocimiento agradecido a los acentos de José Soto
En distintos círculos sociales con los que me relaciono, encuentro un desencanto mayúsculo con los procesos electorales que se avecinan. Los decepcionados, que son la mayoría, tienen claro que no votarán y se preguntan cuál sería la forma más eficaz para politizar su abstención: sumarse a ese abstencionismo pasivo que se calcula en un 65% que no irá a votar, o asistir a la casilla y anular su voto el día de la jornada electoral. Incluso hay quienes se proponen anular el voto de manera diferenciada, votar por tal o cual candidato/a en los casos que el anularlo favorezca al partido gobernante o al que tenga condiciones de asegurarse un voto duro y anular el resto de votos.
Las precampañas aumentaron el descontento y refuerzan la vigencia del abstencionismo activo razonado. Sumarse a la masa amorfa del abstencionismo pasivo termina por despolitizar el descontento; en contraste, si crecen la cuentas del lado de los votos nulos se estructura un mensaje: no nos convence el actual sistema de partidos; no creemos en procesos sesgados para elegir candidaturas; no nos persuaden las políticas públicas que hacen y no vemos que hagan las que hacen falta; no nos favorece su labor legislativa y nos perjudica el desapego de los representantes electos frente al electorado; nuestro voto no tiene poder para castigar malos legisladores ni gobernantes ineptos, como tampoco podemos exigirles que rindan cuentas ni evaluar su desempeño; menos aún podemos exigir la aplicación de consecuencias legales para los malos funcionarios. La complicidad entre poderes abona la impunidad y encarece hasta el absurdo salarios y prestaciones de quienes no reconocen la fiscalización ciudadana.
Es dramático que solamente el 30 o 35 por ciento del electorado potencial tome la decisión sobre quienes nos gobiernen. Es ilegítimo que un partido o candidato/a que obtenga una votación por mayoría, digamos con un buen 40% de los votos válidos, únicamente tenga el respaldo del 12% del total de votantes. Es perverso que el duopolio televisivo promueva implícitamente el abstencionismo pasivo, con el fin de mostrar que sin sus estrategias de mercadotecnia electoral no hay participación ciudadana que valga. Es indignante que los partidos con capacidad de hacerse con votos duros menosprecien la participación electoral ciudadana, pues si las elecciones se ganan con dinero lo que importa es crear lealtades y, mientras menos voten, saldrán más baratas las elecciones pues menos votos habrá que comprar.
Partidocracia reforzada y negociación de cuotas de poder a espaldas de los electores es lo que nos espera si el voto, por pequeña proporción en que se ejerza, favorece al actual sistema de partidos y organismos electorales que le son funcionales. Abstenerse pasivamente es facilitar que la impunidad obtenga legitimidad, por más limitada o abollada que ésta sea. Esa actitud no estructura el descontento. Si en el pasado un alto abstencionismo pasivo obligó a la partidocracia a conceder reformas político-electorales, ahora una manifestación masiva del desencanto político, expresado mediante la anulación del voto, puede repercutir en demandas democratizadoras más profundas que antaño: legislar el umbral de participación necesario para validar unas elecciones; limitar el monopolio de la representación partidaria mediante candidaturas independientes; legislar la reelección de legisladores, presidentes municipales y gobernadores para empoderar al votante; dar substancia a mecanismos de democracia directa e indirecta, mediante la elección de consejos comunales, el Plebiscito y el Referéndum revocatorio; disminuir a la mitad los ingresos de los funcionarios electos, integrantes de organismos públicos autónomos y magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; regular firmemente la participación de los poderes fácticos mediáticos, eclesiásticos o empresariales. Por eso anularé mi voto.
En distintos círculos sociales con los que me relaciono, encuentro un desencanto mayúsculo con los procesos electorales que se avecinan. Los decepcionados, que son la mayoría, tienen claro que no votarán y se preguntan cuál sería la forma más eficaz para politizar su abstención: sumarse a ese abstencionismo pasivo que se calcula en un 65% que no irá a votar, o asistir a la casilla y anular su voto el día de la jornada electoral. Incluso hay quienes se proponen anular el voto de manera diferenciada, votar por tal o cual candidato/a en los casos que el anularlo favorezca al partido gobernante o al que tenga condiciones de asegurarse un voto duro y anular el resto de votos.
Las precampañas aumentaron el descontento y refuerzan la vigencia del abstencionismo activo razonado. Sumarse a la masa amorfa del abstencionismo pasivo termina por despolitizar el descontento; en contraste, si crecen la cuentas del lado de los votos nulos se estructura un mensaje: no nos convence el actual sistema de partidos; no creemos en procesos sesgados para elegir candidaturas; no nos persuaden las políticas públicas que hacen y no vemos que hagan las que hacen falta; no nos favorece su labor legislativa y nos perjudica el desapego de los representantes electos frente al electorado; nuestro voto no tiene poder para castigar malos legisladores ni gobernantes ineptos, como tampoco podemos exigirles que rindan cuentas ni evaluar su desempeño; menos aún podemos exigir la aplicación de consecuencias legales para los malos funcionarios. La complicidad entre poderes abona la impunidad y encarece hasta el absurdo salarios y prestaciones de quienes no reconocen la fiscalización ciudadana.
Es dramático que solamente el 30 o 35 por ciento del electorado potencial tome la decisión sobre quienes nos gobiernen. Es ilegítimo que un partido o candidato/a que obtenga una votación por mayoría, digamos con un buen 40% de los votos válidos, únicamente tenga el respaldo del 12% del total de votantes. Es perverso que el duopolio televisivo promueva implícitamente el abstencionismo pasivo, con el fin de mostrar que sin sus estrategias de mercadotecnia electoral no hay participación ciudadana que valga. Es indignante que los partidos con capacidad de hacerse con votos duros menosprecien la participación electoral ciudadana, pues si las elecciones se ganan con dinero lo que importa es crear lealtades y, mientras menos voten, saldrán más baratas las elecciones pues menos votos habrá que comprar.
Partidocracia reforzada y negociación de cuotas de poder a espaldas de los electores es lo que nos espera si el voto, por pequeña proporción en que se ejerza, favorece al actual sistema de partidos y organismos electorales que le son funcionales. Abstenerse pasivamente es facilitar que la impunidad obtenga legitimidad, por más limitada o abollada que ésta sea. Esa actitud no estructura el descontento. Si en el pasado un alto abstencionismo pasivo obligó a la partidocracia a conceder reformas político-electorales, ahora una manifestación masiva del desencanto político, expresado mediante la anulación del voto, puede repercutir en demandas democratizadoras más profundas que antaño: legislar el umbral de participación necesario para validar unas elecciones; limitar el monopolio de la representación partidaria mediante candidaturas independientes; legislar la reelección de legisladores, presidentes municipales y gobernadores para empoderar al votante; dar substancia a mecanismos de democracia directa e indirecta, mediante la elección de consejos comunales, el Plebiscito y el Referéndum revocatorio; disminuir a la mitad los ingresos de los funcionarios electos, integrantes de organismos públicos autónomos y magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; regular firmemente la participación de los poderes fácticos mediáticos, eclesiásticos o empresariales. Por eso anularé mi voto.
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