viernes, 20 de marzo de 2009

ESTADO DEMOCRÁTICO-PARTICIPATIVO

Una de las causas profundas del desencanto que invade al proceso electoral, es que el voto no sirve para transformar al Estado. El ritual de las votaciones sólo permite cambiar a funcionarios del gobierno, pero no ayuda a modificar las relaciones sociales que propician una mejor convivencia, ni a que solucionemos de manera colectiva los conflictos que nos agobian; no es cierto que las elecciones actuales generen vivir mejor. Está pendiente un Estado del buen vivir. Así lo hacen ver la complejidad y amplitud de problemas que vivimos en nuestras experiencias locales, que van de la inseguridad a la falta de empleo, o al diseño de ciudades que privilegian al transporte privado, o la falta de créditos para empresas o para vivienda. Problemas que se afrontan en espacios públicos que cuestionan, finalmente, la gestión estatal.

Infortunadamente, nuestro voto se aleja progresivamente de los aspectos cotidianos que nos conciernen, tanto como de las decisiones trascendentales, de Estado, pues no contamos con instituciones o instrumentos legales para deliberar informadamente y así llegar a pactos o acuerdos consensuados. Teóricamente, la democracia participativa es la condición sine qua non para transformar al Estado, como redistribuidor de riqueza, como garante de derechos integradores de ciudadanía social, como lugar público para construir justicia social, desde una ética pública que comparte un proyecto ambiental, intercultural e interétnico sustentable.

En la práctica, constatamos una amplia gama de experiencias que forjan cotidianamente una cultura democrática participativa. Particularmente, la acción colectiva de los movimientos sociales que comparten estos principios es decisiva para ir prefigurando un Estado democrático-participativo. Si observamos el devenir latinoamericano reciente, comprobamos que emergen nuevos-viejos actores sociales que se resisten al autoritarismo estatal dominante y que van prefigurando alternativas, las cuales se traducen en poderes multiformes, locales, regionales, nacionales, supranacionales, inclusive poder global, que inciden en la nueva esfera pública estatal. Trátese del cuerpo, de la familia, del gobierno en todos sus órdenes, de demandas vecinales por mejor transporte público, o de (re)negociar nuestra inserción al mercado mundial mediante la transformación de las instituciones internacionales, los movimientos crean, al margen de las elecciones, al nuevo Estado.

Estamos ante una exigencia descentralizadora del poder ciudadano y ante una re-politización del Estado que cuestiona la potencia pública en todos sus ámbitos sociales y no sólo en la representación- delegación de la función pública. Esta tendencia democratizadora es contrarrestada, sin embargo, por el regreso de enfoques “estado-céntricos” atraídos por la crisis global. Al Estado fuerte, simbolizado en el “socialismo de Wall Street”, corresponde la capacidad de manipulación de recursos públicos por los poderes fácticos; un Estado de las elites y para las elites reforzado, frente al cual nuestro voto es totalmente insignificante.

Desde una lógica diferente y contrapuesta, el Estado se constituye como el novísimo movimiento social del siglo XXI, como lo propone el sociólogo portugués Boaventura de Sousa. No se trata sólo de los movimientos por nuevas constituciones nacionales, sino de generar novedosos contratos sociales contra el declive del poder estatal regulador. Acercar sociedad y Estado, supone una organización aún más amplia que el actual Estado-nación; un conjunto híbrido de flujos, organizaciones y redes en las que se combinan y sobreponen elementos estatales y no estatales, nacionales y globales, cuyo conjunto abigarrado articula el Estado democrático participativo. El problema, al que estas elecciones no ofrecen respuesta, es cómo dar lugar en el Estado a los procesos creativos, socialmente innovadores, que despliegan diversos movimientos sociales desde su construcción cotidiana de prácticas democráticas. El empoderamiento local y ciudadano no significa erosión y fragmentación de la soberanía nacional o de la capacidad normativa del Estado, pues la compleja red democrática participativa implica su auto-regulación consensuada.

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