Ciertamente, la formación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELC), acordada esta semana en Cancún, tiene implicaciones históricas. Por primera vez en su historia independiente, los países de esta región deciden crear un organismo propio, sin tutelas de metrópoli alguna, como lo han sido: la Cumbre de las Américas, impulsada por Estados Unidos, que en los hechos orienta también la Organización de Estados Americanos; la Cumbre Iberoamericana, que fomenta España; la Cumbre Europa-Latinoamérica y Caribe, que impulsa la Unión Europea. Ésta búsqueda de autonomía latinoamericana tiene sus antecedentes más cercanos en el Grupo de Río, un espacio de diálogo y concertación política intergubernamental, que recientemente integró a Cuba, a instancias de México, con lo que se convirtió en el espacio propio más incluyente de la región y, desde diciembre de 2008, la Cumbre de América Latina y el Caribe sobre Integración y Desarrollo, que reunió a todos los mandatarios de Latinoamérica y el Caribe, sin la presencia de Estados Unidos.
Un primer desafío para esta comunidad es su definición frente a Estados Unidos. Aquí se entrecruzan dos discursos gubernamentales: el de crear contrapesos frente a los espacios dominados por la potencia del Norte, y el de complementación sea desde la incondicionalidad, o desde el fortalecimiento de capacidades negociadoras ante las situaciones asimétricas que representan las relaciones con Estados Unidos. Si México asume éste último discurso, tendrá que definir su posición ante los organismos panamericanos liderados por Estados Unidos; particularmente, reconocer las ambigüedades que atraviesan a la OEA, cuyo Secretario no fue el candidato de Washington, quien rompió el veto contra Cuba; una organización antes ineficaz durante las guerras en Centroamérica, cómplice en la guerra de las Malvinas y pieza clave para reactivar el tratado Interamericano de Asistencia Recíproca después del 11 de septiembre.
La CELC, enfrentará tres temas estratégicos en las relaciones interamericanas: transformar la doctrina securitaria militarizada estadounidense, con ideas que actualicen la antigua propuesta canadiense de seguridad humana, sin que equivalgan a la “seguridad democrática” difundida por el gobierno colombiano; hacer avanzar una política que supere las limitaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, actualmente influida por el sesgo estadounidense; y trascender la Carta Democrática Iberoamericana, del mero certificado de buena conducta otorgado por Estados Unidos, hacia una carta que reconozca la pluralidad democrática representativa, participativa y comunitaria, como ya lo recoge la Constitución boliviana. En la agenda del desarrollo, es riesgoso para el gobierno mexicano el significado de la autonomía económica, si ésta equivale a incrementar tratados de libre comercio, no tanto acercarse a formatos comunitarios con reciprocidad, gradualidad y selectividad en la apertura comercial, y menos apuntalar vías que apunten hacia la creación de alternativas al neoliberalismo.
México tendrá que comprender las amenazas que asediarán a la nueva comunidad latinoamericana. Mantenerse firme frente a las divisiones que pueden causar gobiernos afines a su proyecto económico, que son además incondicionales de Estados Unidos; grupo de países que se ve incrementado con Chile, Costa Rica, Panamá, que pasaron recientemente por elecciones presidenciales ganadas por la derecha, además de Colombia, Perú y cuando se integre Honduras. El gobierno mexicano, tendrá que reforzar el diálogo y la concertación político-diplomática, ante las rivalidades que despierta el suramericanismo, cuyo liderazgo disputan Brasil y Venezuela, reconocer la originalidad de las experiencias de Bolivia y Ecuador, así como sostener su oposición al bloqueo estadounidense contra Cuba. Simultáneamente, abrir y reforzar canales de comunicación entre organismos sociales que se han constituido en oposición y resistencia frente a la integración neoliberal, para evitar que el desencanto político haga abandonar esta esperanzadora comunidad, dejándola como una costosa e ineficaz instancia retórica más.
viernes, 26 de febrero de 2010
viernes, 19 de febrero de 2010
DESPISTES POLÍTICOS
Ya desde finales de 2008, el PRI había propuesto la revocación de mandato como una de las formas de la llamada democracia semidirecta. Ahora, otra vez, se propone revocar el mandato al presidente, secretarios de Estado, legisladores, gobernadores, ediles, así como a asambleístas y jefes delegacionales del DF, cuando hayan cometido ilícitos, actos deshonestos o de negligencia. Propuesta hecha a contrapelo del “decálogo” de reforma política presentado por Felipe Calderón, suena a despiste en varios sentidos. Al igual que la iniciativa de reforma político-electoral presidencial, la revocación de mandato no aparece estructurada con otras reformas que garanticen articulación y coherencia en términos de una reforma constitucional integrada. Los priistas tampoco incluyen un paquete que contenga los otros formatos típicos de esa democracia semidirecta: el Plebiscito, el Referendo y la Iniciativa Popular. Además, la propuesta priista se acota a una suerte de juicio político adelantado, o de suspensión del fuero, para los funcionarios electos, pues no hay la posibilidad de empoderar el voto por falta de rendición de cuentas, o por falta de calidad del desempeño gubernamental.
Esta iniciativa priista suena a despiste, porque en el fondo responde a dos factores perversos: empoderar al Poder Legislativo a costa de debilitar al Ejecutivo federal, pues la mayoría con que cuenta el tricolor en el Congreso de la Unión le garantiza que sus legisladores no se tiren a los pies y que defiendan también sus posiciones mayoritarias en estados y municipios, y por otra parte, presentar en esta coyuntura la revocación de mandato suena a reacción contra la propuesta calderonista en general y de reelección en lo particular, ya que el PRI teme que su maquinaria electoral se anquilose si las diversas fracciones copan los puestos a elegir, lo cual frenaría la circulación de sus cuadros jóvenes; al fin que la llamada reelección cruzada, conocida coloquialmente como el fenómeno chapulín -candidatos que brincan de una posición a otra en cada elección-, asegura que la burocracia dirigente del partido se mantenga en los puestos clave. Mañosamente, el PRI quisiera eliminar del debate parlamentario las propuestas de Calderón referidas a la Iniciativa Ciudadana, al Referendo o al fortalecimiento del poder de veto del Ejecutivo, o su refuerzo mediante la presentación de iniciativas presidenciales legislativas preferentes al inicio del periodo legislativo ordinario. Como todavía no reconquistan la presidencia, se dan el lujo de torpedearla.
Inspirada en la Common Law, (recall o deposición), la revocación es un mecanismo que permite a los votantes despedir y reemplazar a un servidor público. Ésta medida podría revalorizar el Artículo 39 Constitucional, en el cual se le reconoce al pueblo su derecho de separar a los funcionarios públicos cuando éstos dejen de inspirarle confianza. La revocación podría tener nobles alcances si ella no se redujera a la judicialización de la política, pues existe el riesgo de balcanización si da cabida a demandas de destitución que escondieran juicios políticos sesgados; y una condición ineludible para la eficacia democrática de la revocación, es que tanto esta medida como cualquier reforma política de fondo que se proponga, no puede dejar de lado la regulación de los poderes fácticos del dinero (incluido el narco), los medios de comunicación y las jerarquías eclesiales, que tienen el poder de convocatoria y eventualmente de manipulación del electorado para orientar el sentido de la legislación, esto es si no se hace una reforma adecuada de la ley de partidos, el fortalecimiento del carácter laico del Estado y a la ley de medios, principalmente, para impedir que haya sesgos antidemocráticos. Esos poderes cuentan con recursos para reunir el 15 por ciento de votantes del padrón electoral que requeriría la revocación del mandato. Para despistarlo.
Esta iniciativa priista suena a despiste, porque en el fondo responde a dos factores perversos: empoderar al Poder Legislativo a costa de debilitar al Ejecutivo federal, pues la mayoría con que cuenta el tricolor en el Congreso de la Unión le garantiza que sus legisladores no se tiren a los pies y que defiendan también sus posiciones mayoritarias en estados y municipios, y por otra parte, presentar en esta coyuntura la revocación de mandato suena a reacción contra la propuesta calderonista en general y de reelección en lo particular, ya que el PRI teme que su maquinaria electoral se anquilose si las diversas fracciones copan los puestos a elegir, lo cual frenaría la circulación de sus cuadros jóvenes; al fin que la llamada reelección cruzada, conocida coloquialmente como el fenómeno chapulín -candidatos que brincan de una posición a otra en cada elección-, asegura que la burocracia dirigente del partido se mantenga en los puestos clave. Mañosamente, el PRI quisiera eliminar del debate parlamentario las propuestas de Calderón referidas a la Iniciativa Ciudadana, al Referendo o al fortalecimiento del poder de veto del Ejecutivo, o su refuerzo mediante la presentación de iniciativas presidenciales legislativas preferentes al inicio del periodo legislativo ordinario. Como todavía no reconquistan la presidencia, se dan el lujo de torpedearla.
Inspirada en la Common Law, (recall o deposición), la revocación es un mecanismo que permite a los votantes despedir y reemplazar a un servidor público. Ésta medida podría revalorizar el Artículo 39 Constitucional, en el cual se le reconoce al pueblo su derecho de separar a los funcionarios públicos cuando éstos dejen de inspirarle confianza. La revocación podría tener nobles alcances si ella no se redujera a la judicialización de la política, pues existe el riesgo de balcanización si da cabida a demandas de destitución que escondieran juicios políticos sesgados; y una condición ineludible para la eficacia democrática de la revocación, es que tanto esta medida como cualquier reforma política de fondo que se proponga, no puede dejar de lado la regulación de los poderes fácticos del dinero (incluido el narco), los medios de comunicación y las jerarquías eclesiales, que tienen el poder de convocatoria y eventualmente de manipulación del electorado para orientar el sentido de la legislación, esto es si no se hace una reforma adecuada de la ley de partidos, el fortalecimiento del carácter laico del Estado y a la ley de medios, principalmente, para impedir que haya sesgos antidemocráticos. Esos poderes cuentan con recursos para reunir el 15 por ciento de votantes del padrón electoral que requeriría la revocación del mandato. Para despistarlo.
viernes, 5 de febrero de 2010
PARTIDOCRACIA CONTRA DEMOCRACIA EFECTIVA
La Presidencia de la República relanza el debate sobre su iniciativa de reforma política electoral, subrayando que se trata de favorecer el status de ciudadanía, por su disociación de la política y de los políticos, y porque se quieren transformar las relaciones entre los poderes de la Unión, de manera más equilibrada y productiva. No le faltan razones objetivas al Presidente Calderón para proponer diez cambios que en sí son importantes, si se toma cada uno por separado, pero que les falta articularse en un conjunto coherente. No obstante, lo más adverso que enfrenta esa propuesta de reforma es la oposición del sistema partidocrático, del cual el propio Felipe Calderón se ha visto beneficiado. Es la partidocracia la que ha separado a representantes y representados, la que ha deteriorado el sentido de ciudadanía de los organismos públicos autónomos y la que ha entregado las llaves de la democracia a los poderes fácticos.
No es banal ni despreciable que Calderón apele al fortalecimiento de lo ciudadano en la escena pública, pues entre 2006 y 2009, la cantidad de votos nulos aumentaron en el país en un casi 45 por ciento (en Jalisco más del 54 por ciento), mientras el abstencionismo se sigue incrementando. El diagnóstico presentado en la reforma calderonista recoge demandas ciudadanas por mayor participación, nuevos y más eficaces canales de comunicación con sus autoridades y gobernantes; gobiernos más sensibles a sus necesidades, que rindan cuentas transparentes del uso de recursos públicos. El principal obstáculo para lograrlo, sin embargo, es la partidocracia y para eliminarla se necesita reformar, en primera instancia, la legislación relativa a los partidos políticos para regular su responsabilidad, tanto en sus mecanismos internos de funcionamiento democrático, como en lo que hace a la mercantilización y privatización que han hecho de la política.
Es inquietante que la iniciativa presidencial de reforma no se plantee esta dificultad, pues más que preocuparse por dar coherencia a los 10 puntos que ésta se propone modificar, la partidocracia hará los desarreglos necesarios para reproducir su poderío. Así, la reelección consecutiva por un máximo de doce años de alcaldes, jefes delegacionales, y legisladores federales, que en principio podría servir para premiar o castigar a quien tenga buen o mal desempeño público, respectivamente, podrá ser pervertida por la persistencia de camarillas y fracciones partidarias que se aseguren un voto duro, si no es modificado el esquema de financiamiento, de manera que limite el negocio en que se han convertido los partidos como maquinarias electorales. Negocio en contubernio con intereses mediáticos que desbordaron inclusive la reforma electoral de 2008, que intentó apuntalar un modelo no mercantilizado de propaganda electoral.
Así como hace falta una ley de partidos que regule su financiamiento y una actualización de la ley de medios que limite el poderío del duopolio televisivo, la reforma electoral necesita un proyecto más articulado de modificaciones a la institución presidencial y al conjunto de relaciones entre los poderes de la Unión. Tema que necesita mucho más espacio para su análisis, pero del cual pongo un ejemplo. A todas luces parece necesario mantener la figura de diputados plurinominales, pero la reforma calderonista no argumenta suficientemente por qué reducirlos a 140 en lugar de 200, y solamente se propone empoderar al votante para que éste defina el orden de prelación en los candidatos/as a Senador –la Cámara alta también se reduce a tres Senadores por entidad, bajo nuevos y complicados cálculos; se deja así en manos de la partidocracia un botín, aunque ahora menor, para que defina el orden en la lista de sus candidatos/as. Empero, veremos que también esta medida será torpedeada por la partidocracia.
No es banal ni despreciable que Calderón apele al fortalecimiento de lo ciudadano en la escena pública, pues entre 2006 y 2009, la cantidad de votos nulos aumentaron en el país en un casi 45 por ciento (en Jalisco más del 54 por ciento), mientras el abstencionismo se sigue incrementando. El diagnóstico presentado en la reforma calderonista recoge demandas ciudadanas por mayor participación, nuevos y más eficaces canales de comunicación con sus autoridades y gobernantes; gobiernos más sensibles a sus necesidades, que rindan cuentas transparentes del uso de recursos públicos. El principal obstáculo para lograrlo, sin embargo, es la partidocracia y para eliminarla se necesita reformar, en primera instancia, la legislación relativa a los partidos políticos para regular su responsabilidad, tanto en sus mecanismos internos de funcionamiento democrático, como en lo que hace a la mercantilización y privatización que han hecho de la política.
Es inquietante que la iniciativa presidencial de reforma no se plantee esta dificultad, pues más que preocuparse por dar coherencia a los 10 puntos que ésta se propone modificar, la partidocracia hará los desarreglos necesarios para reproducir su poderío. Así, la reelección consecutiva por un máximo de doce años de alcaldes, jefes delegacionales, y legisladores federales, que en principio podría servir para premiar o castigar a quien tenga buen o mal desempeño público, respectivamente, podrá ser pervertida por la persistencia de camarillas y fracciones partidarias que se aseguren un voto duro, si no es modificado el esquema de financiamiento, de manera que limite el negocio en que se han convertido los partidos como maquinarias electorales. Negocio en contubernio con intereses mediáticos que desbordaron inclusive la reforma electoral de 2008, que intentó apuntalar un modelo no mercantilizado de propaganda electoral.
Así como hace falta una ley de partidos que regule su financiamiento y una actualización de la ley de medios que limite el poderío del duopolio televisivo, la reforma electoral necesita un proyecto más articulado de modificaciones a la institución presidencial y al conjunto de relaciones entre los poderes de la Unión. Tema que necesita mucho más espacio para su análisis, pero del cual pongo un ejemplo. A todas luces parece necesario mantener la figura de diputados plurinominales, pero la reforma calderonista no argumenta suficientemente por qué reducirlos a 140 en lugar de 200, y solamente se propone empoderar al votante para que éste defina el orden de prelación en los candidatos/as a Senador –la Cámara alta también se reduce a tres Senadores por entidad, bajo nuevos y complicados cálculos; se deja así en manos de la partidocracia un botín, aunque ahora menor, para que defina el orden en la lista de sus candidatos/as. Empero, veremos que también esta medida será torpedeada por la partidocracia.
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