La Presidencia de la República relanza el debate sobre su iniciativa de reforma política electoral, subrayando que se trata de favorecer el status de ciudadanía, por su disociación de la política y de los políticos, y porque se quieren transformar las relaciones entre los poderes de la Unión, de manera más equilibrada y productiva. No le faltan razones objetivas al Presidente Calderón para proponer diez cambios que en sí son importantes, si se toma cada uno por separado, pero que les falta articularse en un conjunto coherente. No obstante, lo más adverso que enfrenta esa propuesta de reforma es la oposición del sistema partidocrático, del cual el propio Felipe Calderón se ha visto beneficiado. Es la partidocracia la que ha separado a representantes y representados, la que ha deteriorado el sentido de ciudadanía de los organismos públicos autónomos y la que ha entregado las llaves de la democracia a los poderes fácticos.
No es banal ni despreciable que Calderón apele al fortalecimiento de lo ciudadano en la escena pública, pues entre 2006 y 2009, la cantidad de votos nulos aumentaron en el país en un casi 45 por ciento (en Jalisco más del 54 por ciento), mientras el abstencionismo se sigue incrementando. El diagnóstico presentado en la reforma calderonista recoge demandas ciudadanas por mayor participación, nuevos y más eficaces canales de comunicación con sus autoridades y gobernantes; gobiernos más sensibles a sus necesidades, que rindan cuentas transparentes del uso de recursos públicos. El principal obstáculo para lograrlo, sin embargo, es la partidocracia y para eliminarla se necesita reformar, en primera instancia, la legislación relativa a los partidos políticos para regular su responsabilidad, tanto en sus mecanismos internos de funcionamiento democrático, como en lo que hace a la mercantilización y privatización que han hecho de la política.
Es inquietante que la iniciativa presidencial de reforma no se plantee esta dificultad, pues más que preocuparse por dar coherencia a los 10 puntos que ésta se propone modificar, la partidocracia hará los desarreglos necesarios para reproducir su poderío. Así, la reelección consecutiva por un máximo de doce años de alcaldes, jefes delegacionales, y legisladores federales, que en principio podría servir para premiar o castigar a quien tenga buen o mal desempeño público, respectivamente, podrá ser pervertida por la persistencia de camarillas y fracciones partidarias que se aseguren un voto duro, si no es modificado el esquema de financiamiento, de manera que limite el negocio en que se han convertido los partidos como maquinarias electorales. Negocio en contubernio con intereses mediáticos que desbordaron inclusive la reforma electoral de 2008, que intentó apuntalar un modelo no mercantilizado de propaganda electoral.
Así como hace falta una ley de partidos que regule su financiamiento y una actualización de la ley de medios que limite el poderío del duopolio televisivo, la reforma electoral necesita un proyecto más articulado de modificaciones a la institución presidencial y al conjunto de relaciones entre los poderes de la Unión. Tema que necesita mucho más espacio para su análisis, pero del cual pongo un ejemplo. A todas luces parece necesario mantener la figura de diputados plurinominales, pero la reforma calderonista no argumenta suficientemente por qué reducirlos a 140 en lugar de 200, y solamente se propone empoderar al votante para que éste defina el orden de prelación en los candidatos/as a Senador –la Cámara alta también se reduce a tres Senadores por entidad, bajo nuevos y complicados cálculos; se deja así en manos de la partidocracia un botín, aunque ahora menor, para que defina el orden en la lista de sus candidatos/as. Empero, veremos que también esta medida será torpedeada por la partidocracia.
viernes, 5 de febrero de 2010
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