Carlos Salinas llegó al gobierno en medio de una doble crisis, de legalidad, pues no sustentó su triunfo en la imparcialidad que caracteriza a las instituciones del Estado de derecho, recordemos la quema del material electoral para evitar que se comprobara el fraude en su elección. También su gobierno nació sumido en una crisis de legitimidad, pues el fraude perpetuado en 1988 fue documentado y se generó una pérdida de credibilidad en los procesos electorales, las instituciones encargadas de organizar los comicios, en el gobierno emanado de la imposición y en el conjunto del sistema político y de partidos, que fueron incapaces de reconocer y respetar la voluntad popular. Todavía cargamos con los estigmas del desencanto frente esas instituciones y sigue aumentando la abstención y una corriente que anula concientemente su voto.
No obstante esa doble limitación, la genialidad política del ex Presidente Salinas –cuya perversidad confirmamos día con día- le permitió recomponer esa doble crisis a su favor durante sus dos primeros años de gobierno. Considerado como un político pragmático capaz de transformar la adversidad, sin poner reparo alguno en los medios para obtener sus fines, Carlos Salinas apostó por un proyecto de país ortodoxamente apegado al Consenso de Washington, nacido en 1989, cuyos puntos fundamentales aplicó religiosamente a lo largo y ancho de su mandato presidencial. Él mismo, formado en las doctrinas liberales ofrecidas por universidades estadounidenses, fue un discípulo destacado de la llamada Reaganomics y de las políticas neoliberales aplicadas por Margaret Thatcher, la Dama de Hierro de la Gran Bretaña.
La operación de ese su proyecto estuvo a cargo de una coalición política que reunió a ambiciosos tecnócratas que se erigieron en una clase política con vocación para gobernar durante 25 años –como lo afirmara en esa época Ángel Gurría, actualmente Secretario General de la OCDE. Una coalición política que hizo alianzas con los poderes fácticos de la empresa, los medios de comunicación, que negoció espacios de poder con el narcotráfico y las iglesias. Además, esa coalición buscó alianzas con sectores populares que necesitaba el PRI para renovar su base social y así emprender la (contra) reforma agraria y superar la propia herencia corporativa del sindicalismo real y potencial opositor a las reformas emprendidas. Finalmente, el Programa Nacional de Solidaridad fue el instrumento más eficaz para ganar una base social en disputa, particularmente por una izquierda sensible a las demandas de los afectados por el salinismo.
Bajo el manto de una nueva doctrina, el Liberalismo Social, se profundizó la influencia de esa coalición política encabezada por Salinas, al grado que persisten continuidades con las transformaciones neoliberales que se siguen operando en el país, independientemente del partido u orden de gobierno que se trate: privatización, liberalización a ultranza, apertura total e indiscriminada con el impulso del libre comercio (el TLCAN, que representó el cabildeo más caro que haya emprendido gobierno alguno en Estados Unidos) La estabilidad macroeconómica reducida al sector financiero que supedita al trabajo. Son todas ellas iniciativas que inició, depuró o sofisticó el salinismo. Inclusive, actualmente vemos otras continuidades, como el fraude electoral de 2006, que implicó alianzas con la Mtra. Gordillo que operó Salinas con la complicidad del Grupo Atlacomulco. Así se explica que el ex Presidente Salinas haya equiparado alternancia y democratización en 2012, en su intervención durante la celebración de los 20 años del IFE. Se comprende que el llamado PRI-AN no garantiza una fiel continuidad con el proyecto que sigue encabezando Carlos Salinas y su coalición política que está más viva que nunca. ¿La alternancia priista sabrá recomponer legalidad y legitimidad en el contexto de la profunda crisis actual?
viernes, 15 de octubre de 2010
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