Alternancia en
los gobiernos y transición democrática, no son sinónimos. Tampoco la democracia
electoral equivale al paso de un régimen con resabios autoritarios a uno en el
que la democracia sea el fundamento del Estado de derecho y de nuevas sinergias
entre el Estado y la sociedad; la actual reforma, más electoral que política,
no garantiza una vía de tránsito hacia una democracia sustantiva. De hecho, las
modificaciones realizadas sobre la dimensión electoral desde los años setenta,
propiciaron un cambio controlado desde las elites del poder del sistema de
partidos y posteriormente, de los cambios en las relaciones entre esos
institutos y el régimen político, una vez que irrumpe el gobierno dividido
entre Legislativo y Ejecutivo en 1997. Época en la que nace el primer intento
serio por construir una autoridad electoral legítima, que rendirá sus frutos
con la alternancia presidencial del año 2000.
Entre reformas
políticas de arriba hacia abajo y la insuficiencia de medidas eficaces para
destrabar la herencia autoritaria del régimen de partido hegemónico, nuestros
debates sobre la reforma que se necesita y los acuerdos y proyectos que
enarbola el Pacto por México, se cuestionan sobre la vigencia y expectativas de
la llamada transición democrática. ¿Cómo sentar los fundamentos de tal proyecto
transformador? Las condiciones irrenunciables de esa transición, se refieren a
un pacto social renovado, capaz de articular consensos que refuercen la soberanía
popular. Por lo tanto fortalezcan una reconfiguración de la categoría pueblo y
de los resortes políticos de carácter incluyente que puedan enunciar y hacer
valer el interés general como núcleo orientador del sistema de partidos, del
régimen político, del gobierno y del Estado. De ahí que sea irrenunciable
apostar por una reforma política de Estado, como paso inicial del resto del
paquete de reformas “estructurales”.
Otra condición
irrenunciable de tal transición, es el poner fin a la impunidad, en sus
manifestaciones públicas y privadas. Que impere la ley como fundamento del
Estado de derecho. Aquí es donde reside la parte más difícil de alcanzar, pues
se trata de juzgar los crímenes del pasado reciente, al menos de 1968 para acá,
de manera que legalidad y legitimidad se acerquen y garanticen la demanda
elemental de certidumbre jurídica y justicia eficaz y expedita, lo cual ya
plantean movimientos sociales que defienden y promueven una amplia gama de
derechos humanos, cuya expresión más visible, pero no la única, es el
movimiento por una Paz con Justicia y Dignidad. Si bien la Ley de Víctimas,
publicada en enero de 2013, presenta avances innegables en tal sentido, la
memoria colectiva registra masacres y asesinatos de Estado que no se han
esclarecido: Acteal, las más de 100 mil muertes durante el gobierno de
Calderón…
Una transición
democrática auténtica no puede renunciar a la construcción de una nación
generosa, nutrida en y desde la interculturalidad de los pueblos y naciones que
conforman este país. La democracia de la modernidad liberal, que está en los
orígenes del régimen político que tenemos, tiene una deuda social histórica
frente a los mundos de vida excluidos. Mientras persistan racismo,
discriminación por motivos de género, edad, religión, o estatus económico, no
podrá haber un piso de confianza pavimentado por la democracia. Están
pendientes los Acuerdos de San Andrés, que pusieran sobre el tapete los
zapatistas. Falta pensar en las autonomías regionales, como instancias de
reconocimiento de los pueblos originarios. Falta enjuiciar la dimensión
económica del modelo orientado a la exportación, productor de pobreza y
desigualdad social. Son otros los caminos reformistas para poder alcanzar la
transición democrática. Dudo que las actuales reformas apunten hacia ella.
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