Entre las decenas de correos electrónicos, opiniones e informaciones diversas que circulan en estas fechas aciagas (pre)epidémicas, hay ciertas constantes que llevan a concluir que los procesos de salud-enfermedad tienen un complejo trasfondo social. La influenza, en sus variantes aviar y porcina, es producto del modelo agroindustrial y pecuario basado en la manipulación biogenética creciente desde el nacimiento hasta el crecimiento y sanación de las enfermedades animales, con sistemas inmunes alterados por esa manipulación. Frente a esa degradación animal, las enfermedades virulentas que nos acosan generan angustias, y una percepción social del riesgo fundada en la incertidumbre y la incapacidad para prevenirlo, cuyo manejo rebasa a las políticas públicas de salud. Pues, sin un modelo de gestión democrática de la salud pública, somos incapaces de dar una respuesta social estructurada.
El riesgo a enfermarse y morir se presenta como discontinuidad temporal, donde la relación entre pasado, presente y futuro nos parece inmanejable. Desconocemos el origen preciso del virus, no sabemos la dimensión presente del riesgo; lidiamos con ‘algo’ que nos amenaza, pero nos angustia desconocer si podemos vencer en un futuro tangible. Enfrentamos el riesgo mediante propuestas valorativas, que provienen de estándares culturales sobre el estado de nuestra salud, con los que construimos parámetros sobre lo que ‘debe ser’ una vida tolerable frente a lo intolerable. Pretendemos calcular consecuencias del riesgo a enfermarnos, pero en un contexto impredecible, incierto, en el que no podemos interiorizar cómo actuar de manera coherente, articulada, frente a consecuencias no deseadas. De ello resulta que públicamente sólo haya peligros de difícil control en vez de riesgos calculables. Un miedo cada vez más irracional se apodera de nosotros y nos impide encontrar causantes responsables, e identificar acciones individuales y públicas para corregir la fuente de amenaza.
Nuestro complejo contexto social esconde la trama de causas y responsabilidades vinculadas con la enfermedad; así, se fabrica colectivamente la incertidumbre, el miedo al caos y la muerte. Pero ante la irracionalidad aparente del riesgo, contamos con un pensamiento social crítico que analiza espacios, tiempos, intenciones, hechos socioeconómicos y sociopolíticos que interrelaciona para orientar y jerarquizar acciones públicas y personales. Se trata de un pensamiento, fruto de polémicas, en el que contribuyen las ciencias sociales en nuevo diálogo con todas las ciencias. Que no descarta ninguna hipótesis por descabellada que parezca; ni la geopolítica, que ubica la influenza porcina como resultado de los intereses de las trasnacionales de la industria pecuaria y de la industria farmacéutica, en periodo de crisis financiera global, ni la hipótesis con pretensiones sociales abarcantes que evidencia los efectos perversos del capitalismo depredador de la calidad de vida, que deteriora nuestro sistema inmunólogico y que produce más muerte y dolor cotidianamente que todas las epidemias juntas.
No podemos negar ciertos logros de racionalidad pública para manejar el riesgo; ante las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, el gobierno federal, el jalisciense y particularmente la Universidad de Guadalajara, han actuado consecuentemente en el campo previsional y creativamente, en el caso de ésta última institución, que constituyó un comité de especialistas para contribuir con su saber científico a un manejo transdisciplinario del impacto social y sanitario de la Influenza Porcina. Universidad, que ahora convoca a sus investigadores para que analicen las más diversas facetas relacionadas con este virus. Justo lo que nos falta es un aprendizaje colectivo frente a la adversidad, empezando por mejorar nuestro modelo de gestión pública democrático: equidad en el acceso a medicamentos, antivirales, atención médica; generación de mejor calidad de vida que refuerce nuestra inmunología. Pensemos en un “New Deal” de la salud, en un Estado del buen vivir.
viernes, 1 de mayo de 2009
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