El islamismo
radical y la narcopolítica comparten métodos violentos terroristas, creencias
fundamentalistas como poseedores de vida y muerte de ellos y todos; ambos se
inspiran en la supresión del contrario, que no acepte su supremacía: sean los
infieles u otras corrientes islamistas adversas, sean quienes se oponen a ser
subyugados por sus armas y por su dinero. Entre la Yihad como guerra santa y
los imaginarios de poder mesiánico de los caballeros templarios, la familia o
los viagras –expresión de la potencia fálica violatoria, dominadora-, tampoco
hay diferencias sustantivas. Como tampoco las hay en sus concepciones sobre un
Estado a su servicio, sobre una base social territorial de apoyo que
(re)construye un poder público potente y desafiante del Estado nacional y de
las instituciones occidentales inspiradoras de los derechos universales.
Teocracia o autocracia, se encuentran en los integrismos religiosos y en los
fundamentalismos valorativos o del mercado.
La agenda
global de unos y otros: el Estado Islámico o el Narcoestado, hace que fines y
medios sean indistintos en sus estrategias de poder. No hay más ética que su
interpretación del Corán, ni moral pública capaz de resistir ante la corrupción
y el chantaje. Su crueldad no tiene límites en sus expresiones simbólicas
descarnadas, desalmadas, que incluso arrastran a niños como verdugos
implacables y despóticos. Pequeños muyahidines, guerreros santos, que asesinan
a espías o a periodistas, o que suprimen cualquier forma de inteligencia que se
les oponga. O niños narcos que desollan, torturan, aniquilan por un módico
pago, pero cuya mayor retribución es la aceptación y admiración en la sociedad
de muerte a la que se adscriben. Publicitados y mediatizados, presentes en las
redes sociales, crímenes y crueldades invaden una narrativa integrista que
explosiona cualquier interpretación que apele a la razón como ordenadora de la
vida.
Yihad y
narcopolítica, quisieran imponer el terror desde una mediatización nutrida en
la necrofilia de sus mensajes; por ello, su blanco de ataque preferido son los
periodistas libertarios –cuyos crímenes se presentan como ajusticiamiento de
los “libertinos”, mentirosos o amenazantes-, o quienes luchan por derechos y libertades
opuestos a sus creencias y al reconocimiento de su monopolio del poder sobre la
vida. En Francia, el semanario Charlie,
empujó hasta la burla, la insolencia, el pitorreo, los límites de la libertad
de expresión; en México, donde se tiene el record latinoamericano de
periodistas asesinados, el Estado es incapaz de protegerlos frente a un
narcoestado que avanza y que penetra en los distintos gobiernos, órdenes,
poderes y regiones. Si en Afganistán, país donde se produce el 90 por ciento de
opiáceos que consume Europa, los talibán impusieron su poderío, en Iguala, cuya
región produce el 90 por ciento de la amapola de México, el narcoestado global
capturó al gobierno para eliminar obstáculos a su dominación.
Ni la Yihad ni
la narcopolítica se combaten, paradójicamente, con la guerra. Aunque ambas
manifestaciones de poder tienen estructuras militares, teocracia y autocracia
se confunden entre la población que les apoya y entre quienes no tienen más
remedio que coexistir con ellos. Confunden. La Yihad y el Estado Islámico se
entreveran dentro de la compleja geopolítica del Medio Oriente, en su
proyección hacia Europa y el mundo, mientras que la agenda del narcoestado
también constituye una amenaza global, no sólo para Occidente, sino para todo
el espacio mundial del mercado. Paradigmas como el “choque de civilizaciones”
han fallado, pues el desafío es distinguir al islamismo radical de los muchos
islamismos que están por un diálogo entre civilizaciones. El narcoestado global
se combate con equidad, justicia, dignidad por la vida. Los componentes militar
y policial inteligentes son necesarios, no así una cruzada fundamentalista de
Occidente contra el Islam, sin distinguir la Yihad.
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