viernes, 16 de enero de 2015

YIHAD, CHARLIE, AYOTZINAPA Y NARCOPOLÍTICA




El islamismo radical y la narcopolítica comparten métodos violentos terroristas, creencias fundamentalistas como poseedores de vida y muerte de ellos y todos; ambos se inspiran en la supresión del contrario, que no acepte su supremacía: sean los infieles u otras corrientes islamistas adversas, sean quienes se oponen a ser subyugados por sus armas y por su dinero. Entre la Yihad como guerra santa y los imaginarios de poder mesiánico de los caballeros templarios, la familia o los viagras –expresión de la potencia fálica violatoria, dominadora-, tampoco hay diferencias sustantivas. Como tampoco las hay en sus concepciones sobre un Estado a su servicio, sobre una base social territorial de apoyo que (re)construye un poder público potente y desafiante del Estado nacional y de las instituciones occidentales inspiradoras de los derechos universales. Teocracia o autocracia, se encuentran en los integrismos religiosos y en los fundamentalismos valorativos o del mercado.

La agenda global de unos y otros: el Estado Islámico o el Narcoestado, hace que fines y medios sean indistintos en sus estrategias de poder. No hay más ética que su interpretación del Corán, ni moral pública capaz de resistir ante la corrupción y el chantaje. Su crueldad no tiene límites en sus expresiones simbólicas descarnadas, desalmadas, que incluso arrastran a niños como verdugos implacables y despóticos. Pequeños muyahidines, guerreros santos, que asesinan a espías o a periodistas, o que suprimen cualquier forma de inteligencia que se les oponga. O niños narcos que desollan, torturan, aniquilan por un módico pago, pero cuya mayor retribución es la aceptación y admiración en la sociedad de muerte a la que se adscriben. Publicitados y mediatizados, presentes en las redes sociales, crímenes y crueldades invaden una narrativa integrista que explosiona cualquier interpretación que apele a la razón como ordenadora de la vida.

Yihad y narcopolítica, quisieran imponer el terror desde una mediatización nutrida en la necrofilia de sus mensajes; por ello, su blanco de ataque preferido son los periodistas libertarios –cuyos crímenes se presentan como ajusticiamiento de los “libertinos”, mentirosos o amenazantes-, o quienes luchan por derechos y libertades opuestos a sus creencias y al reconocimiento de su monopolio del poder sobre la vida. En Francia, el semanario Charlie, empujó hasta la burla, la insolencia, el pitorreo, los límites de la libertad de expresión; en México, donde se tiene el record latinoamericano de periodistas asesinados, el Estado es incapaz de protegerlos frente a un narcoestado que avanza y que penetra en los distintos gobiernos, órdenes, poderes y regiones. Si en Afganistán, país donde se produce el 90 por ciento de opiáceos que consume Europa, los talibán impusieron su poderío, en Iguala, cuya región produce el 90 por ciento de la amapola de México, el narcoestado global capturó al gobierno para eliminar obstáculos a su dominación.

Ni la Yihad ni la narcopolítica se combaten, paradójicamente, con la guerra. Aunque ambas manifestaciones de poder tienen estructuras militares, teocracia y autocracia se confunden entre la población que les apoya y entre quienes no tienen más remedio que coexistir con ellos. Confunden. La Yihad y el Estado Islámico se entreveran dentro de la compleja geopolítica del Medio Oriente, en su proyección hacia Europa y el mundo, mientras que la agenda del narcoestado también constituye una amenaza global, no sólo para Occidente, sino para todo el espacio mundial del mercado. Paradigmas como el “choque de civilizaciones” han fallado, pues el desafío es distinguir al islamismo radical de los muchos islamismos que están por un diálogo entre civilizaciones. El narcoestado global se combate con equidad, justicia, dignidad por la vida. Los componentes militar y policial inteligentes son necesarios, no así una cruzada fundamentalista de Occidente contra el Islam, sin distinguir la Yihad.

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