La fuerza
simbólica del 5 de febrero como hito fundador de la nación en 1917, se expresa
en un esfuerzo organizativo del imaginario social del país deseado sin
precedentes. Aunque la historia reciente registra varios esfuerzos por refundar
al país, su pacto social, su sistema político y régimen de gobierno, la
presentación pública de la Constituyente Ciudadana y Popular, en un ejercicio
de autoconvocatoria a quienes imaginan un país más justo y equitativo, con un
nuevo entramado constitucional, recoge diagnósticos diversos, no necesariamente
divergentes, sobre la profunda crisis de legitimidad y de legalidad causada por
el persistente autoritarismo que corroe al Estado mexicano. ¿Qué tan viable es
un proceso transformador de esta magnitud? ¿Cuál es la herencia dejada por
demandas previas por una nueva Constitución? ¿En qué reside la originalidad y
fuerza, de la convocatoria de este 5 de febrero? ¿Cuáles son los riesgos y las debilidades previsibles?
La primera
iniciativa de Nueva Constitución y Parlamento Ciudadano la impulsa un grupo del
centro del país: Tlahui-Politic desde 1996 (http://www.tlahui.com/conmx0.htm), su
proyecto de Nueva Constitución Ciudadana logró más de un millón de consultas. Luego
vino un Congreso Social por un Nuevo Constituyente
(http://congresosocialnacional.blogspot.mx/), y después un Congreso Popular,
Social y Ciudadano. Se buscaban convergencias unitarias entre ciudadanos y
movimientos sociales, a fin de discutir y consensuar una Nueva Constitución.
Esos aires constituyentes de finales del siglo 20, se ven disminuidos por las
esperanzas abiertas por la alternancia panista en el gobierno federal de 2000,
pero la persistencia del fraude y de la inequidad electoral, el deterioro de la
representación de los intereses generales, el desencanto con el papel de los
legisladores, la desconfianza en los partidos, en lo que va del siglo 21, más la
frustración entrañada por el voto en blanco, hicieron reemerger la demanda de
un país radicalmente nuevo.
Encabezados
por el Obispo Raúl Vera, un grupo de ciudadanos-as detonaron desde hace algunos
años todo un proceso de consulta horizontal sobre lo que ofrecía la
Constitución de 1917, pero que fue deformado, traicionado, sesgado; su
diagnóstico: “El crimen contra la legalidad y el pueblo cometido por los
integrantes del Congreso de la Unión, el Poder Ejecutivo y Judicial, al usurpar
las funciones que por derecho nos pertenecen. Al reformar contenidos esenciales
de la Constitución alterando la forma y el sentido nacional y social del Estado
surgido de la Revolución Mexicana, sin que mediara un proceso equiparable al
Constituyente de 1917. El grado de ilegitimidad y de ilegalidad alcanzado los
inhabilita como representantes de la nación, al faltar a su juramento de
respetar y hacer valer la ‘Ley Suprema’ que rige a mexicanas y mexicanos.”
En reacción a
la “montaña de agravios e injusticias que los grupos gobernantes y las empresas
trasnacionales han cometido contra las mayorías nacionales en los últimos 35
años [dramáticamente coronados por Ayotzinapa]; tiempo en que se profundizaron
el despojo y la ocupación neocolonial de nuestro país.”, la Constituyente
tiende a refundar una idea integral de ciudadanía, a la vez económica política
y cultural, y a reconstituir la idea de pueblo como un sujeto diverso y
complejo portador de una utopía constitucional. Sin embargo, asoma el riesgo de
la dispersión y la fragmentación política, pues hay diferencias insalvables con
los partidos que atenderán las elecciones del 7 de junio próximo y persisten
fuerzas que paralelamente convocan a un nuevo constituyente, como la cita en
Chilpancingo este mismo 5 de febrero, en el que algunas fuerzas políticas
guerrerenses de maestros, estudiantes, movimientos sociales locales acuden, sin
establecer vínculo alguno con un esfuerzo de alcance nacional. El
Estado-nación, la ciudadanía y lo popular, tendrán que redefinirse. Sin ello,
no hay constituyente posible.
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